Historia

Reyes Magos: la adorable magia que puede a la razón

De entre los evangelistas, sólo Mateo describe lo que ocurrió en aquella intensa noche de hace 2.000 años

La Adoración de los Reyes. Anónimo flamenco. s. XVII. Óleo sobre cobre
La Adoración de los Reyes. Anónimo flamenco. s. XVII. Óleo sobre cobreLRM

Para Mariana, tal cual: «Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre […] pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. […] Al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas» (Lucas 2:42).

Parece mentira que las líneas que cito más adelante de un Evangelio pueden dar tanto de sí. Con emotiva simplicidad, San Mateo describe un hecho cuyas repercusiones han cambiado el curso de la Humanidad y que aún hoy lo vivimos con denodada ilusión.

Nosotros, por mil y una razones, pero todas alrededor de la tradición pragmática, lo hemos sintetizado en un par de noches, la del 24 de diciembre y la del 5 de enero.

Efectivamente, de entre los evangelistas es sólo Mateo el que describe lo que ocurrió en aquellos intensos días de hace dos mil y pico años. Él escribe que «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando...» (cap. II, versículos 1 a 23; la Conferencia Episcopal Española tiene en red toda la Biblia, aunque mejor usar las ediciones de la BAC).

La verdad es que la vida de Herodes el Grande fue tan fascinante, cruel y majestuosa, como compleja la datación de su existencia, de sus gestas. Del mismo modo, la exactitud de los hechos narrados por Mateo cuentan con defensores y con detractores, en un debate arqueológico e historiográfico igualmente atractivo.

También la Adoración de los Reyes tiene su historia y leyenda: aunque san Lucas sea el evangelista que dedica más atención a la infancia de Jesús, no habla de este acontecimiento (II,7-14). Serán pues las tradiciones orales, las reuniones de sabios (Concilio de Nicea del 325 d.C., por ejemplo) y escritos que corrían por la Cristiandad lo que fue madurando la verdadera historia del Nacimiento y de la Adoración. Fijados o expandidos, los textos y la tradición verbal (o a veces simultáneamente) empezaron las representaciones gráficas o iconográficas, como en las catacumbas en las que había dos, tres e incluso cuatro reyes; los mosaicos de Rávena en los que aparecen por vez primera los Reyes con sus nombres Melchor, Gaspar y Baltasar; y ahora que ya teníamos nacimientos (Lucas y Mateo) y Adoración de los Reyes (Mateo) y de los pastores («Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», Lucas); ahora que ya los habíamos bautizado y dado rango social, nada más y nada menos que de «Reyes» (idea originaria, entre otros de Isaías, 49:23, «Sus reyes serán tus ayos; | sus princesas, tus nodrizas; | se postrarán ante ti, rostro en tierra»; fundamental el cap. 60), reyes que habían llegado a Belén siguiendo una estrella (Mateo y Pentateuco, Libro de los Números, 24:17, «Avanza una estrella de Jacob, | y surge un cetro de Israel»), ahora era bueno identificarlos con las partes del mundo: Melchor, blanco como Europa y portador de oro; Gaspar con rasgos menos definidos pero asiático y portador de incienso y Baltasar negro que venía de África, con mirra (que también se usó en el Santo Sepulcro). A su vez, cada uno de ellos con su propia historia interpretativa o legendaria detrás…, e inquietante en el caso de Baltasar, blanco al principio, negro después y así representado en tiempos de la esclavitud atlántica.

Y si a esto añadimos la tradición de la representación del Nacimiento en el Portal (la hay ya en alguna catacumba) ensalzada, divulgada y expandida por San Francisco y las clarisas en los conventos, o mucho más tarde como elemento de disfrute cortesano (Carlos III en 1776 encarga un fastuoso «Belén del Príncipe»), o las Cabalgatas de Reyes nacidas, se dice que, en 1866 en Alcoy y popularizadas a partir de los primeros años del siglo XX, se puede concluir con que es lógico que haya ramas de la teología, de la filología, de la arqueología o de la historia del arte, dedicadas a los estudios bíblicos y que no se agotan en una vida entera; que frente a la cultura de la emoción y de la tradición, no hay demoledora racionalización que pueda; que el sentido mágico de la vida que tiene una niña (¡sí, también un niño!) impera a lo largo de la existencia del ser humano y si falla…, ¡al psiquiatra!, y que es incomprensible cómo somos tan espectaculares los españoles que durante al menos dos siglos hemos mantenido cerrada la caja de los sueños de la noche del 5 al 6 de diciembre por la reconfortante alegría de volvernos a ver con la inocencia, la ingenuidad y las ilusiones de ellos. Es admirable, y a la par extraño, que aún no se haya puesto en marcha la maquinaria demoledora de la magia de la madrugada del 5 de enero, cuando hay que limpiar los zapatos, poner algo de comida para los camellos y algo de vino para los Reyes y los pajes, que menuda cogorza deben llevar al final del trabajo, al amanecer. O no, ¡porque son Magos! y esta es –creedme– la convincente respuesta a todo.

Alfredo Alvar es Profesor de investigación del CSIC y Cronista oficial de la Villa de Madrid