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La cara oculta de la transición energética: cuando lo verde depende de lo sucio

«No hemos hecho más que cambiar de amos en nuestra sed de energía», escribe el geólogo Joan Escuer, profesor de la Universidad de Carlemany

Joan Escuer critica la hipocresía que esconde la transición energética
Joan Escuer critica la hipocresía que esconde la transición energéticaColegio Oficial de Geología

Nadie discute ya que el futuro energético pasa por abandonar los combustibles fósiles. Las energías solar, eólica, hidroeléctrica, geotérmica, mareomotriz y de la biomasa, entre otras, nos ofrecen fuentes limpias e inagotables, o al menos eso nos repiten como un mantra los discursos oficiales. Pero hay una verdad incómoda que rara vez se menciona en los grandes foros climáticos: para capturar esa energía renovable necesitamos tecnologías fabricadas con materiales que distan mucho de ser ecológicos o infinitos. Esta contradicción fundamental está convirtiendo la tan anhelada transición energética en una nueva era de dependencia, desigualdad y conflictos crecientes por recursos críticos y estratégicos.

Pensemos en un parque eólico moderno. Esos molinos que adornan nuestros paisajes contienen toneladas de imanes permanentes fabricados con tierras raras, un grupo de elementos químicos cuya extracción y refinado son extraordinariamente contaminantes. China, que controla el 90% del mercado, ha convertido la provincia de Mongolia Interior en un paisaje lunar de balsas tóxicas donde se procesan estos minerales. Cada megavatio de potencia eólica instalada requiere unos 200 kilos de estos materiales estratégicos cuyas reservas no son infinitas.

Lo mismo ocurre con la energía solar, ese icono de la sostenibilidad. Los paneles fotovoltaicos dependen del silicio de alta pureza, cuyo refinado consume enormes cantidades de energía, y de la plata, un metal precioso cuyo precio se ha disparado precisamente por su uso masivo en la industria renovable. Se calcula que hacia 2027 los fabricantes solares podrían absorber el 20% de la producción mundial de plata, compitiendo directamente con sectores como la joyería o la electrónica médica.

El almacenamiento energético plantea dilemas aún más complejos. Las baterías de ion-litio que alimentan nuestros coches eléctricos y almacenan energía renovable dependen de materiales como el cobalto, extraído en su mayoría en la República Democrática del Congo en condiciones laborales frecuentemente denunciadas por organizaciones humanitarias. El litio, presentado como el petróleo del siglo XXI, requiere para su extracción evaporar millones de litros de agua en regiones ya de por sí áridas como el Salar de Atacama, donde las comunidades locales denuncian el agotamiento de sus acuíferos.

Esta dependencia de materiales críticos crea nuevas vulnerabilidades geopolíticas. Mientras Europa se congratula de reducir su dependencia del gas ruso, ha transferido esa vulnerabilidad a otros materiales igualmente estratégicos. Hoy importamos el 98% de nuestras tierras raras de China, el 78% del litio de Chile y Australia y prácticamente todo nuestro cobalto del Congo. No hemos hecho más que cambiar de amos en nuestra sed de energía.

La paradoja es dolorosa: para salvar el planeta del cambio climático estamos dispuestos a sacrificar otros ecosistemas en lejanos países productores. Las minas a cielo abierto, los procesos de refinado contaminantes y los conflictos por el control de estos recursos son el lado oscuro de unas tecnologías que vendemos como limpias. No se trata, claro está, de renunciar a las renovables, sino de afrontar con honestidad sus limitaciones materiales. Hay caminos esperanzadores, aunque requieren voluntad política y financiación decidida para avanzar con justicia.

El reciclaje de estos materiales críticos avanza lentamente –hoy solo recuperamos el 10% de los paneles solares viejos–, pero podría convertirse en una mina urbana de enorme valor. La innovación en materiales como las baterías sin cobalto o los paneles sin plata empieza a dar sus frutos. Y la búsqueda de yacimientos en países con regulaciones ambientales estrictas, como los proyectos de litio en Portugal o Alemania, podría reducir nuestros impactos.

La verdadera sostenibilidad no consiste simplemente en cambiar de fuentes energéticas, sino en replantear nuestro consumo desaforado. Ninguna tecnología nos salvará si no somos capaces de cuestionar nuestro apetito insaciable de recursos. Las energías renovables son sin duda necesarias, pero no serán suficientes si no van acompañadas de una revolución igualmente profunda en cómo obtenemos, usamos y reutilizamos los materiales que las hacen posibles. El futuro no es solo descarbonizado o no será, sino que además debe ser circular, justo, equitativo o no será sostenible.

Mientras nos enorgullecemos ante nuevos parques eólicos y solares, convendría recordar que no hay energía verdaderamente limpia si su cadena de suministro sigue manchada de explotación y contaminación. La transición energética solo habrá triunfado cuando sea también una transición mineral justa y responsable. Mientras tanto, seguiremos bailando sobre la paradoja de unas energías renovables que dependen de materiales cada vez más escasos y difíciles de obtener sin daño.

Por Joan Escuer, geólogo y profesor de la Universidad Carlemany.