Testimonio
1936: así asesinaron a mi familia en Paracuellos
Recordar es volver a pasar por el corazón. Hoy, que ya no viven mis padres ni ninguno de esa generación, me corresponde a mí recordar la vil muerte de mis abuelos y de mis tíos
La familia de mi padre era de tradición monárquica: mis tíos pertenecían a Renovación Española, así como mi abuelo. Toledanos, de Puebla de Almoradiel, donde también fueron inmolados en el transcurso de la guerra numerosos miembros de mi familia paterna, se trasladaron a Madrid antes de la llegada de la República: seis hijos que para 1936 ya eran cinco, siendo mi padre el menor de ellos. Mi tía Consuelo había fallecido en 1934: los sucesos revolucionarios de ese año desencadenaron su muerte lejos de la familia, en el País Vasco.
En 1936, mi tío Antonio ya se encontraba detenido en la cárcel Modelo cuando estalló la guerra, como consecuencia de haber preparado las listas electorales del Bloque Nacional en las elecciones de febrero de 1936. A lo largo de los meses que van de septiembre a noviembre de 1936, llegaría a coincidir en la misma cárcel con su padre y se salvó milagrosamente de ser asesinado, por la enfermedad que había contraído en el cautiverio y que supuso que el día que figuraba en la lista de los que supuestamente iban a ser trasladados a Valencia, se encontrase enfermo. Costaba más levantarlo que dejarlo morir en la cárcel. Pensaron que iría en otra de las sacas, sacas que se paran el 4 de diciembre, gracias a la intervención de Melchor Rodríguez.
Mi otro tío, León, se había sublevado el 17 de julio con los hermanos Miralles. Para septiembre de 1936, cuando se produce la “detención” por milicianos de mi abuelo Alfredo Martínez Pulpón, de 53 años, en la casa de la calle Sainz de Baranda, estaban entonces mis abuelos con los dos hijos menores: mi tía Luz, de 16 años y mi padre, de 13 años, tan apegado a la figura del suyo. Todas las fotos de la época retratan a un niño rubio, delgadito, que siempre iba de la mano de aquel señor al que tanto se parecería luego y cuyo cariño siempre añoró. El mismo día que se llevaron a mi abuelo paterno, quisieron llevarse a mi padre, que fue escondido por mi abuela al oír los gritos de los milicianos por la escalera de la casa: el último recuerdo de su padre que siempre conservó en la memoria fueron los pasos de los milicianos llevándoselo.
No pudo despedirse de él y tuvo que huir de su casa y de un Madrid, al que no regresaría hasta tres años después. Pasó la guerra solo, escondiéndose y sin saber nada de su familia. Los milicianos le prometieron a mi abuela que volverían a por el niño y no cabe duda que hubieran cumplido su promesa. Paracuellos contiene en su listado 200 menores de edad, conforme a la minoría establecida por la República, que era de 21 años.
La “detención” de mi abuelo paterno, si es que se puede llamar “detención” a lo que no es sino la expresión feroz del odio que va de casa en casa, llevándose a los padres y los hijos, dejando solas a las mujeres en el terrible Madrid de esos momentos, se efectúa en la primera decena de septiembre, siendo conducido a la Comisaría de la Inclusa, convertida ya en una de las Checas que se dedicaban a torturar y asesinar. Ingresó después en la cárcel Modelo, de la que fue “sacado” el 16 de noviembre de 1936 y asesinado en Paracuellos del Jarama.
Por lo que se refiere a la familia de mi madre, se trataba de una estirpe militar, que se remontaba hasta la segunda generación de los Siclunas españoles. Mi abuelo Enrique Sicluna Burgos, teniente coronel de infantería, lector empedernido de Ortega y de “El Sol”, pronto se desencantó de la República y se retiró por los decretos militares de Azaña. Había recibido la Cruz de la Orden de San Hermenegildo, con la placa, y sería ascendido a título póstumo por su conducta en la cárcel y en la detención previa, a coronel. Tenía en el momento de su asesinato 58 años.
Mi madre, Chuna para toda la familia, era también la pequeña de seis hermanos: dos varones y tres mujeres más: Carmen, Teresa y Mercedes. Los varones eran Luis, de 24 años, que acababa de terminar en 1936 su carrera de médico y que era jefe de escuadra de Falange y el pequeño, Enrique, Quique, de 17 años, que todavía estudiaba el bachillerato de la época, falangista como su hermano mayor, y que iba para ingeniero.
Los tres fueron “detenidos” el 24 de octubre de 1936, en su casa de la calle Goya nº 88. La “detención”, según el certificado de la Causa General la efectuaron milicianos de la Checa de Fuencarral 103. Los nombres de los que efectuaron la detención se recogen en el folio 190 del expediente 3º del legajo 1511 de la Causa General: Atilano Molano, Fortunato Martin y Lucas Gil Sanz. Esta Checa estaba regida por la Agrupación Socialista de Madrid, y organizada por el policía encargado de la seguridad de la Embajada soviética, Anselmo Burgos Gil. En su declaración efectuada después de la guerra, mi abuela materna, Mª Luz, hace constar que fueron a parar a la checa señalada. De ahí, a la cárcel Modelo, que así reunió por el azar cruel del 36 a las dos ramas de mi familia.
Según señalan en las tres cartas que enviaron desde la cárcel, van a parar a la celda 644, galería 4ª. Las cartas están fechadas el 26 y 30 de octubre y el 7 de noviembre, el mismo día en que fueron “sacados” para ser asesinados en Paracuellos, en la saca de la tarde. Esa última carta es ya una carta de despedida: el último abrazo a la madre y el último beso a la esposa. En mi casa se conservan hoy las cartas, como todos los recuerdos de aquellos que no volvieron: el sable del abuelo, la orla de Medicina, el maletín de médico del tío Luis, que lo pidió para que se lo llevarán a la cárcel por si podía atender a alguien allí y que cuando mi tía Carmen, la mayor de las hermanas, fue a entregarlo en la cárcel en el horario para la entrega de objetos -que era de 14:30 a 15:30 horas- le dijeron que no hacía falta la entrega y que no preguntara por ellos.
Mi abuela Luz y sus hijas supieron desde el principio que no volverían: la violencia desatada en las calles de Madrid era habitual y el hipotético traslado de los presos de las cárceles a Valencia, que era la excusa para sacarlos, no engañó a nadie. Los camiones nunca llegaron a su destino: se detuvieron en los pueblos de las inmediaciones de Madrid, en este caso en Paracuellos, donde las fosas ya les estaban esperando, conducidos de dos en dos, atados con alambres en las muñecas y asesinados bajo la bandera de la legalidad republicana.
Hoy que ya no están mis padres me corresponde a mí conservar los nombres y la historia de mis muertos. Y lo hago con el profundo orgullo de saber que Dios les hizo grandes, que les permitió dar la vida por una causa más importante que la propia existencia.
En Paracuellos hay una cruz de hierro oxidada, muy cerca de la tumba de mi abuelo Alfredo, donde una madre, debajo del nombre del caído, hizo inscribir una exclamación de dolor: “Hijo del alma”. Por ella, por las madres que ya no pueden dejar flores en las tumbas de los hijos y de los esposos, por aquellos hijos que crecieron sabiendo que sus padres y hermanos habían amado a Dios y a España hasta el sacrificio de la vida, reivindico su memoria, que forma parte de la mía.
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