Opinión

Lo que queda de ARCO

En la hora de los balances, ARCO 2018 ofrece datos para ver la botella medio vacía y medio llena. Desde el punto de vista artístico, languidece y se torna insoportablemente aburrida. La apuesta por lo seguro la ha vaciado de riesgo alguno y, sobre todo, de actualidad. Habrá quienes opinen que una feria es para vender y que lo demás es melancolía. Puede ser. Pero, en primer lugar, no es de recibo que medio siglo de revoluciones artísticas apenas si tenga cabida en la cita madrileña; y, en segundo, si otras ferias con las mismas pretensiones muestran un mayor compromiso con la experimentación contemporánea, ¿por qué va a ser menos ARCO? Las cosas cambian cuando se atiende al balance económico. Hay satisfacción. Asegura Urroz, director de la feria, que han sido varias las transacciones que han superado la cifra psicológica del millón de euros. Más allá de esto, cualquier otra información solo resulta asumible desde la fe en una organización que, desde luego, y habida cuenta de la falta de transparencia con la que han gestionado el «caso Sierra», flaquea. Significativo es que la obra más cara de la presente edición de Arco

–un Picasso de 2.200.000 euros– no haya encontrado salida. Lo que dice que, entre los más de 300 coleccionistas presentes, pocos hay que pertenezcan al «lobby» de los «top end» que lideran las compras. Que Picasso no se venda cuando es una de las marcas infalibles del actual mercado del arte viene a decir mucho sobre el techo de cristal que impide levantar la cabeza a ARCO, y acceder a un nivel superior. Queda mucho por hacer, y demasiados atavismos por superar.