Opinión

La lengua con calzador

Hace pocos días la única especialista en neuropediatría que quedaba en la isla de Ibiza, Illeana Antón, le comunicaba su renuncia al responsable del hospital Can Misses, rendida y aburrida tras una larga batalla contra el decreto del Govern balear que obliga a los médicos, más allá del natural aprendizaje y comprensión del catalán, a pasar una prueba que demuestre el conocimiento de esta lengua como condición para poder ejercer su profesión en la sanidad pública de la comunidad. El caso ha tenido especial «relumbrón» por aquello de tratarse de uno de los «últimos mohicanos» del sector que terminaba por renunciar al ejercicio de su profesión en este territorio español, pero el elenco de trabajadores de la sanidad que, más que optar por emigrar, decide directamente no concurrir a plazas en Baleares es significativamente numeroso. Por lo tanto, ante la pregunta de por qué se llega a una polémica tan innecesariamente traída a colación, la respuesta vuelve a pasar por la variante principal que no es otra más que la obsesión de algunas izquierdas por regular, prohibir, catalogar, señalar y acotar absolutamente todo lo relacionado con la vida de los ciudadanos, una obsesión que se hace mucho más evidente si cabe, cuando el componente nacionalista, torticeramente asimilado por esa izquierda hace acto de presencia.

La lengua ha sido siempre punta de lanza del soberanismo a la hora de levantar fronteras utilizando y retorciendo sin escrúpulos su valor cultural e ignorando que de lo que se alimenta es del uso real y espontáneo o, como mucho, de las posibilidades que se brinda a los no nativos de integrarse en su «día a día» dentro de una comunidad, pero nunca a través de la imposición. Baleares, como la comunidad valenciana donde el gobierno de Puig y Oltra también han promovido su particular ley de plurilingüismo en el ámbito escolar marginando manifiestamente al idioma de todos que es el castellano, son territorios que tienen al turismo como primera fuente de riqueza, lugares en los que desde hace décadas trabajadores y emprendedores foráneos iniciaron su actividad regentando unos negocios en los que, además del idioma castellano, el inglés es por razones obvias imprescindible. En la mayoría de los casos tampoco les importó asimilar el catalán y en todos ellos hubiera resultado sencillamente aberrante establecer por decreto la obligatoriedad de un justificante de conocimiento. Si difícil resulta encontrar en lugares turísticos comerciantes que no hablen inglés, igualmente lo es que necesariamente hayan de ostentar un certificado. La lengua es elemento enriquecedor de una cultura abierta a todos, no un arma arrojadiza ni cerrojo para vetar al foráneo, por eso el ejemplo de la presidenta socialista Armengol no parece el más edificante.