Opinión
El burro del Domingo de Ramos
No se conoce una exaltación mayor del burro que la de aquella mañana en Jerusalén hace algo más de 2000 años. Los cuatro evangelistas cuentan lo que pasó. No se ponen de acuerdo en los detalles, pero coinciden en lo sustancial. A Jesús de Nazareth le costaba subir a la ciudad. Él prefería el campo, las aldeas y los caminos. Era verdaderamente un campesino. Se encontraba a gusto entre los pastores, los labradores y los pescadores; andando entre la mies, las viñas y los olivos. En la ciudad siempre acababa con problemas. Era raro que no surgieran broncas con los dirigentes religiosos y políticos. Pero, por una vez, quiso entrar triunfalmente, aunque lo tomaran por provocador, para mostrar quién era y demostrar que aceptaba voluntariamente su tremendo e inminente destino.
Lo pensó todo minuciosamente. Antes de llegar a la ciudad santa se paró en Betania, una aldea a tres kilómetros, y cenó en casa de Lázaro, el resucitado, de Marta y de María. Solía pernoctar allí si andaba cerca. Esta vez quería despedirse de ellos sin decírselo, aunque María intuyó que algo pasaba. Madrugó, como de costumbre. Era un día claro y caluroso. Llamó a dos de sus discípulos –lo cuenta Juan sin dar nombres– y les encargó que buscaran en el pueblo un burro que nunca hubiera sido montado por nadie, un borrico joven. «Si os preguntan –les advirtió–, decidles que yo lo necesito y que se lo devolveremos luego». Debía de ser gente conocida. Otras versiones apuntan a que simplemente lo vio y les dijo que se lo pidieran al dueño. Mateo dice que al borrico le acompañaba su madre, la burra. Por eso en algunas partes llaman de «La Borriquilla» a la procesión del Domingo de Ramos.
Así, montado en un burro, llegó Jesús a la Puerta Dorada, por la que se suponía que entraría el Mesías. Los discípulos, eufóricos al ver el recibimiento, con la gente arremolinándose con ramos de olivo en la mano, alfombrando la calle y cantando salmos mesiánicos –«¡Hosanna al hijo de David...!»– se quitaron las capas y las pusieron sobre el pollino para que sirvieran de aparejo. Esta predilección evidente por el burro, como pieza fundamental de una representación de fuerte contenido simbólico, que empezó ya en su nacimiento camino de Belén, no es una elección casual. ¿El Mesías, el Rey, montado en un asno en el momento de su proclamación popular? En vez de un contrasentido es, en este caso, el sello de autenticidad y, de paso, la mayor apología de este humilde, manso y maltratado animal.
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