Opinión
El orden internacional
Siempre, o casi, cualquiera le puede decir a su ministro de exteriores lo que su padre le decía a García Margallo: me tienes el mundo muy revuelto. Y es que el orden internacional, que pretende ser mundial desde que terminó la Gran Guerra, llamada Primera mundial a partir de que hubo una Segunda, es el sistema formado por el sinnúmero, siempre creciente, de intercambios de todo tipo, no solamente políticos y diplomáticos, entre naciones, o más bien estados, pero también entre infinidad de organismos subestatales. Orden es aquí sinónimo de sistema o más vagamente de conjunto, pero no implica que sea ordenado. De hecho, se dice de él que es «anárquico», lo cual, a su vez, no significa, pero tampoco excluye, que sea caótico. Anarquía viene del griego an-arjé, no-poder, ausencia de poder, lo mismo que acracia, y así es el orden del que hablamos, anárquico en su significado etimológico, reivindicado ideológicamente por los ácratas. No es piramidal, no tiene un vértice, no hay un gobierno mundial, la ONU no lo es ni remotamente, en el mundo no manda nadie. Hay igualdad formal, un país un voto –lo que no tiene nada que ver con la democracia–, pero no, en absoluto, de hecho. Las diferencias de potencia son enormes y por lo tanto de mando fáctico.
El orden en el que más mal que bien está el mundo imperfectamente organizado es el que se creó nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. Su inspirador y protagonista fueron los Estados Unidos, último entrante pero gran vencedor y mejor parado de todos los contendientes. La armazón entonces creada se basaba en sus principios e intereses. Su racionalidad y legitimidad y, en definitiva, su funcionalidad y grandeza, consistían en que esos principios tenían mucho de universales y favorecían los intereses de todos los que aspiraban en política a democracia y libertad y en economía al sistema más eficaz para la creación de riqueza y prosperidad que la humanidad haya inventado. Desde luego el sistema situaba a América como principal beneficiaria, con la grave y no poco gravosa responsabilidad de ser la defensora clave contra el enemigo que desde el comienzo tuvo dentro: la Unión Soviética, el otro gran vencedor, pero al elevadísimo precio de veinte millones de víctimas, y para quien democracia y libertad, dentro y fuera, representaban una amenaza mortal, a la que terminó sucumbiendo.
Cuando desapareció la Unión Soviética, hubo en Estados Unidos un momento wilsoniano, como cuando en 1919 el presidente americano creyó que la recién terminada había sido una «guerra para acabar con todas las guerras», cuando lo que hizo fue abrir un período atormentado que en sólo veinte años conduciría a otra guerra todavía más destructiva. Bush padre confió en que la paz se consolidaba en el mundo y las Naciones Unidas iban a ser su eficaz instrumento, pero pronto llegaron la invasión de Kuwait por Saddam y la cruel desintegración de Yugoslavia. Los 90 fueron una década de unipolaridad y Estados Unidos, la hiperpotencia, como la llamó un ministro de exteriores francés, la «potencia indispensable», según su colega americana, recobró su confianza y detentó una primacía indiscutible. Vino después el 11-S, el yihadismo, Irak, Afganistán y Obama, un presidente arrogante en el interior y humildico hacia fuera, consiguiendo un fulgurante premio Nobel de la paz por su postración ante el mundo, fruto de sus convicciones progres, tan apreciadas en una social-democrática y laica Europa, que aspiraba a eclipsar a los Estados Unidos como modelo universal.
Resultó que los años de Obama coincidieron con el surgimiento de competidores, como suele suceder en las situaciones de unipolaridad. Un intento de «resetear» las relaciones con Rusia no le hizo mella a Putin, y la política de «giro hacia Asia», luego renombrada como de «reequilibrio», para no molestar en Pekín, se quedó cortísima. La estrategia de no pringarse, como en Siria, o a lo sumo dirigir desde atrás, como en Libia, es difícilmente sostenible para la potencia que es la clave del sistema.
Como Reagan hace 37 años, Trump ha llegado para «hacer de nuevo grande a América». Se ha encontrado un mundo muy revuelto en el que las grandes rivalidades, China, Rusia, un Irán con aspiraciones hegemónicas en su ámbito y garantías nucleares poco tranquilizadoras, o los problemas con más graves implicaciones, como armas nucleares en manos de Kim III de Corea, apuntan todos en la misma dirección: el orden mundial, el elemento de precaria estabilidad en el mundo, el que, históricamente, está destinado a contener los conflictos, el que abre la espita a las grandes guerras cuando se rompe. En América se habla de un orden liberal de normas e instituciones. Por supuesto, Estados Unidos es el guardián de ese orden indispensable para la paz, libertad y prosperidad. Gracias a Dios Estados Unidos sigue siendo grande, el más grande. A todos nos conviene que Trump sepa hacer valer su grandeza.
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