Opinión

El siglo XX

Ha sido preciso, por la enorme densidad de acontecimientos que originan tal multitud de cambios increíbles, dividir el siglo XX, no en etapas con límites cronológicos concretos sino en «mentalidades», en las que no es posible disponer de patrones fijos para conceptualizar. Es frecuente leer, por ejemplo, que el siglo XX es un siglo de guerras, de crisis económicas y bipolarizaciones de poder; pero también, no se puede negar, ha sido una época de grandes avances científicos y de gran floración de impulsos intelectuales en el arte y el pensamiento.

Comienza en 1900, año en que se publica «La interpretación de los sueños», de Sigmund Freud, que abre una perspectiva intelectual en la que la atención se polariza en tres grandes temas, que son «hombre», «universo» y «átomo», con participación interrelacionada de seis estructuras históricas, donde la innovación teje la historia intelectual que nunca pierde apasionado entendimiento.

Hoy se estudian los «tiempos del siglo», desde el nacimiento en el tiempo largo secular. El historiador Marc Nouschi, en «Le XXe siècle: temps, tournants, tendences», lo estudia en nueve fases: «El nacimiento del siglo» (1895); «Tiempos trágicos» (La lógica de la desconfianza); «Tiempos de desorden» (fragilidad de acuerdos); «Tiempos de ideología» (las revoluciones rusas, fascismos italianos); «Primera oleada de descolonización»; «Tiempos de crisis» (crisis de praxis, crisis de teoría); «Tiempos de enfrentamiento» (los retos geo-estratégicos, paradojas de la guerra); «Tiempos gloriosos» (Occidente, la hora del control); y, en fin, «Tiempos oscuros» (La victoria del menos débil). Desde aquí analiza la civilización del siglo XX: el hombre contra el hombre, por estar inserto entre la esperanza y el gran miedo, hasta alcanzar una visión conflictiva del mundo. Centra la civilización del siglo XX en las fechas claves del siglo: la agitación en los campos universitarios de Berkeley, Berlín, Frankfurt, Milán y los campus universitarios más radicales en el paroxístico final del mundo; los «acontecimientos» de mayo de 1968 en París y Praga, donde se cierra el maniqueísmo abierto entre 1918/1939 en el período de entreguerras.

Señala Marc Nouschi, como dato a tener muy presente, la literatura disidente, que expresa la disidencia en relación y función del relajamiento de la censura y la liberación de los presos que dieron origen a una literatura de la disidencia. Kruschov necesita el apoyo de la «intelligentsia»; el autor de «Doctor Zhivago», víctima de una campaña de prensa, es obligado a renunciar al Premio Nobel de Literatura. Al contrario, por ejemplo, de Ósip Mandelshtam, liquidado por orden de Stalin; Boris Pasternak vive en su país, su libro sigue circulando clandestinamente. Una segunda generación de disidencia. La agitación en los campus universitarios se abre paso (1968), los intelectuales vuelven a sintonizar con las capas sociales, son las generaciones de la postguerra. Muchas interpretaciones, pero sólo parece satisfacer la del «conflicto generacional». En 1968 Edgar Morin escribe en «Le Monde» que la articulación «juventud/libertad, vejez/autoridad» es un aforismo que desarrolla el tradicional conflicto «dirigidos/dirigentes». El conflicto generacional que sustituye a la tradicional lucha de clases.

El lenguaje se modifica. La adjetivación revela la inflexión del siglo hacia la globalización, mientras que las «internacionales» se hunden y desaparecen: la Internacional comunista, nacida en la I Guerra Mundial, desaparece al concluir la Segunda; el «tercermundismo» se desinfla en la década de los ochenta. La guerra fría, en 1947, es una coartada para Moscú; confirma un papel de conflictividad en la ideología marxista-leninista y legitima el sometimiento de los «pequeños» a la Unión Soviética.

Philippe Chenaux, en una obra dedicada a situar al Vaticano en la construcción europea, desmitifica la noción surgida en la «guerra fría» de la «Europa Vaticana»: la Santa Sede no actúa a favor de una Europa liberal, cristiana y antimarxista. Pío XII (1917-1930) expresa en todos los idiomas la voluntad de reconciliar a los pueblos y favorecer la renovación cristiana y crear un clima favorable a la unidad europea. Tras 1948, el Pontífice tiene voluntad de impedir el avance del comunismo. En 1952, se pronuncia públicamente a favor de la Comunidad Europea de Defensa. Hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965) fue la sorpresa de Juan XXIII, que convocó el Concilio que concluyó con la «Gaudium et Spes».

Desde 1917, los marxismos, desbordados por la realidad revolucionaria, fue inevitable que se autoanalizasen, según la ha sometido a valor José María Valverde en su «Vida y muerte de las ideas», al situar a comienzos del siglo XX la crisis de la ortodoxia teórica del marxismo. Todo el mundo conceptual tuvo escaso contacto con la revolución de 1917; un grupo muy restringido tuvo que plantearse si la revitalización de todo conocimiento y toda historia no había de afectar al propio marxismo: Lukacs, Gramsci, Bloch, hasta llegar a Walter Benjamin (1892-1940) y más, aunque menores.