Opinión
Reducción del lenguaje
Los jíbaros eran expertos en reducir los cráneos de sus amigos y enemigos. De ahí viene la jibarización de todo aquello que se empequeñece por decisión de la naturaleza, la norma o la moda. No todo lo que mengua permanece menguado para siempre. Hay menguas corporales efímeras y sorprendentemente cambiantes. Pero la reducción del lenguaje originada por la dictadura de lo políticamente correcto no parece detener su curso negativo. Debatía don Francisco Silvela –en aquel momento como líder de la Oposición–, con el ministro del Tesoro. Silvela era dueño de una apabullante brillantez parlamentaria, pero no huía de los giros castizos. El ministro, acorralado, preguntó a Silvela desde su escaño: –En tal caso, ¿qué debo hacer para contentarlo, señor Silvela?–; y don Francisco le respondió desde el suyo: –Dejar de hacer el indio–. Si eso lo responde hoy, Silvela sería masacrado por todos los partidos políticos, asociaciones, oenegés y redes sociales, colectivos feministas, grupos ecologistas, corporaciones municipales y medios de comunicación.
Compartía con un amigo una copita vespertina días atrás. Nos hallábamos en una terraza de lo más agradable, inmediata a su casa. Fumaba con frenesí, frenesí que tiene absolutamente prohibido por la ciencia médica. Le atemorizaba la llegada anunciada de su mujer. Se disponía a prender su noveno cigarrillo, cuando me pidió que hiciera de vigilante. Miré a un lado, y nada. Torné la mirada hacia el otro, y libre. Se lo dije: «Manolo, no hay moros en la costa». Una joven mujer, bastante guapa y con el pelo verde que se sentaba en la mesa contigua, le comentó a su pareja: –Esos de ahí son racistas–.
El dicho proviene de la costa mediterránea y el andaluz paso del estrecho de Gibraltar. Los moros en la costa nos han dado muchos disgustos. En el año 711, reinando don Rodrigo, nos proporcionaron un desasosiego que duró siete siglos. Se trata de un dicho popular que ha permanecido para anunciar la tranquilidad. Pero la dictadura de lo políticamente correcto considera que se trata de una advertencia racista. Cánovas y Sagasta se respetaban. Eran íntimos adversarios. No encajaban sus temperamentos. Cánovas, malagueño e irónico; Sagasta, riojano y seco. Y en privado, alejados del cotilleo público, mantuvieron fuertes y desahogadas discusiones con lenguaje tabernario, que les surgía a los dos con la colaboración del vino amontillado. –Sagasta, me tiene usted negro con sus tiquismiquis–, dijo Cánovas. –Hasta ahí podíamos llegar, Cánovas. El que me tiene negro es usted con sus gracietas andaluzas. Más que negro, y perdone que le hable con toda sinceridad, me tiene usted hasta los mismísimos–. Narra tan edificante charla, acaecida en una taberna de la calle Echegaray, López Silva en «Los Hijos de Madrid», y Federico Carlos Sáinz de Robles también se hace eco del encontronazo en «Caprichos, Fantasmas y Otras Anomalías». «Me tiene negro», frase que nada pretende de desprecio racista, se usa como sinónimo de enfado, de hartura y de cabreo. Pero hoy estaría condenado por la dictadura de la corrección.
Y estamos en el XIX. De seguir el rumbo hacia el ayer, nos toparíamos con los poetas y escritores de nuestros Siglos de Oro. Quevedo, Góngora, Lope, Villamediana y Cervantes. Y más allá con los satíricos reunidos en el Cancionero de Juan Fernández de Constantina. Y de nuevo en el XIX con todos los maestros de la poesía política y desvergonzada. Quien ose hablar hoy en día con la libertad y la riqueza verbal de nuestros antepasados, lo lleva crudo. Siempre se encontrará con un hombre o una mujer con el pelo teñido de verde, o de azul, o de morado, o simplemente sin teñir, que al oír el lenguaje libre, de la calle y ajeno a las cautelas establecidas por la dictadura, merezca el comentario despectivo de la elementalidad políticamente correcta.
–Ése es un fascista, un franquista, un racista y un homófobo.
Pero es lo que hay.
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