Opinión
La trampa del impuesto a la banca
Una de las propuestas estrella auspiciadas durante los últimos meses por Pedro Sánchez ha sido la de aprobar un impuesto sobre la banca con el que sufragar la revalorización de las pensiones de acuerdo con el IPC. El nuevo tributo se nos ha vendido como una forma de lograr que el sector financiero, tan auxiliado por los Estados durante la crisis, reponga a la sociedad aquello que previamente ha tomado de la sociedad. Pues bien, ahora que el líder de los socialistas ha alcanzado La Moncloa, parece que esta nueva figura impositiva terminará siendo aprobada. Pero conviene aclarar que se trata de un error por su justificación, por su finalidad y por sus consecuencias no intencionadas.
Primero, no todo el sistema financiero recibió ayudas públicas durante los años más duros de la depresión: al contrario, hubo entidades –especialmente entre los bancos– que se comportaron de manera responsable y que, de hecho, se vieron perjudicadas por el hecho de que el Gobierno reflotara a sus quebrados competidores. Esas entidades que no sólo no recibieron ayudas públicas sino que, al revés, fueron perjudicadas por las mismas serán también gravadas por el nuevo tributo de Sánchez. No sólo pagarán pecadores, sino también justos y víctimas –en realidad, como posteriormente argumentaré, lo pagarán los clientes de esas entidades–. Segundo, la finalidad de este nuevo tributo –sufragar la revalorización de las pensiones– es totalmente tramposa: a la postre, el coste de revalorizar las pensiones al IPC aumenta exponencialmente –pues el incremento se computa sobre el del año precedente– y, lo que es peor, se consolida al terminar cada ejercicio dentro del gasto de la Seguridad Social.
O dicho de otra manera, el aumento del gasto en pensiones de acuerdo con la evolución de los precios no es realmente financiable a través de este nuevo tributo sobre la banca: tan sólo se nos está vendiendo propagandísticamente que sí lo es para anestesiar al conjunto de la población acerca de los problemas de sostenibilidad a largo plazo de las pensiones estatales. Y tercero, la consecuencia no directamente intencionada de este nuevo tributo será que su coste terminará siendo soportado por el grueso de los clientes de la banca: a la postre, el sector financiero constituye un oligopolio legal –debido a las barreras legales de entrada que impone el sector público– que, consecuentemente, posee un poder de negociación sobre sus clientes lo bastante grande como para trasladarles total o parcialmente los nuevos gastos a los que se enfrente. ¿Resultado? El interés de los préstamos será mayor y la remuneración de los depósitos –incluyendo las comisiones– será menor. En definitiva, Sánchez promueve un nuevo tributo bajo argumentos parcialmente torticeros, con propósitos tramposos y con víctimas ocultas. Esperemos que la ocurrencia del socialista tan sólo haya sido un ejercicio de demagogia descarnada en lugar de una idea seria en la que basar su política económica. España no necesita mayores impuestos –tampoco sobre la banca– sino una profunda racionalización de su gasto público. No parece que Sánchez tenga la menor intención de ofrecérnosla.