Opinión

Torragona

Este viernes pasado me acordé de aquella sutilísima observación que C.S. Lewis recogía en uno de sus libros. Decía que, a veces, a los humanos nos da por exigir que todo cuanto digamos sea tomado en sentido literal y juzgado simplemente por las palabras exactas, sin atender a nuestro tono, gesto o contexto. A la vez, mientras exigimos tal cosa, hacemos una minuciosa e hipersensible interpretación de lo que digan los demás según el tono, el contexto y las intenciones que a nosotros nos dé la gana atribuirles. Tenemos entonces la prodigiosa situación de alguien que dice constantemente cosas con el decidido propósito de ofender y se queja de que los demás se ofendan y, supuestamente, le ofendan.

C.S. Lewis predecía sin saberlo la situación en que Quim Torra iba a ponerse a sí mismo este fin de semana con respecto al Rey y la inauguración de los Juegos del Mediterráneo. Torra hizo uso de ese doble rasero que es fácil de practicar, pero que inmediatamente diagnostica una doble moral. Una de las características del supremacismo ramplón es precisamente su uso de dos varas de medir: una para el supremacista y otra para los inferiores. Entiendo que Torra quiera desprenderse de ese sambenito que le agobia, pero lo cierto es que cada paso que da confirma torpemente una u otra de sus clásicas características. La rusticidad nacionalista, que solo sabe usar la coerción y la amenaza como herramienta de convicción, quiere conseguir que el jefe del Estado tenga pereza de venir a Cataluña; quieren atribuirse decidir quién pisa o no territorio sagrado. Ponen de excusa el mensaje del tres de octubre pero es mentira, porque antes del primero de octubre ya la habían tomado con él cuando vino a apoyar a las víctimas del terrorismo islámico. El Rey es figura simbólica sin poder legislativo o ejecutivo, pero como el mundo del nacionalismo es primariamente simbólico piensan «a mí no me cae bien el Rey» y quieren imponernos a todos los demás ese criterio sin atender que a una gran mayoría de catalanes sus filias o fobias con la monarquía nos traen al fresco. Al revés, Felipe VI cae bastante bien en la calle. Y a millones de catalanes su mensaje del tres de octubre nos pareció muy sensato.