Opinión
Efectos nostálgicos de la censura
La censura debe entenderse como otro abuso del poder político y gubernativo. Allá por los inicios del franquismo, en estos días otra vez de actualidad, porque aquí nunca cerramos sepulturas ni heridas difíciles de cicatrizar, brilló Doña Censura en todo su esplendor. Vivíamos otro populismo totalitario que los niños aprendíamos bajo el nombre de Formación del Espíritu Nacional y de aquellos años oscuros permanece una incorrecta nostalgia que ni historiadores ni políticos han sabido domeñar. Creadores o artistas que permanecieron en España y no huyeron a otras tierras entonces más libres y prósperas, aunque hoy anden sumergidas en diversos abismos, tuvieron que combatir contra la censura religiosa, política, ideológica, siempre caprichosa. Era un adolescente cuando, gracias a mi afrancesado primo Daniel, accedí a algunas obras de André Gide. Era un autor prohibido (fue incluido en el Indice), casi demoníaco. Poseyó un inquieto agnosticismo que le permitió abrir un diálogo religioso con Paul Claudel que duró 27 años y ya entre 1915-16, hizo pública una primera crisis de fe. Había nacido en 1869, en una familia de la alta burguesía francesa, de padre protestante y madre católica. Tras la pronta muerte del padre, su madre le educó con una gran rigidez. En aquellos adolescentes años de descubrimientos, la literatura francesa, como su canción más tarde, según poetizaría Jaime Gil de Biedma, pasó a convertirse en símbolo de las libertades que se hallaban a tan corta distancia y a tanta complejidad política. Gide ofreció en su larga vida y en su tan abundante obra, la fascinación de la ambigüedad teñida de modernismo, lejos de aquella España castiza que entonces se nos proponía.
Adentrarse en lecturas de tanto peligro no dejaba de ser una aventura marginal que ocasionalmente algunos logramos permitirnos. Creo recordar que el primer libro de Gide que cayó en mis manos fue la traducción española de «Les Nourritures Terrestres», versículos y prosas, publicado en su edición original en un lejanísimo 1897, cuando aquí comenzaba a penetrar Nietzsche, tras lo que se calificaría como «Desastre», la pérdida de las colonias de ultramar. Pero la novela que más me impresionó de Gide fue «Faux Monnayeurs»(1926) que cayó en mis manos poco después, sin duda la novela maestra de un autor que la consideró su afortunada incursión en el género. Casi al tiempo me hice con la domesticada traducción de «Corydon», prologada por Gregorio Marañón. En Francia se había publicado como folleto en 1911 y en forma de libro –un diálogo de esquema platónico– en 1920. No debió resultarle fácil lo que ahora se denomina «salir del armario», porque, basándose en toda suerte de ejemplos zoológicos, defiende la homosexualidad y hasta la pederastia, como los antiguos helenos, ya que con ello se preservaría la virtud de las mujeres, dado un panteísmo sexual masculino. La sexualidad fue para Gide su fundamental, aunque no única, heterodoxia. Se casó con su prima Madeleine y en un largo viaje de novios por Suiza e Italia, descubrió que era incapaz de tener relaciones sexuales con su mujer, en tanto que disfrutó en Italia de los cuerpos de los jóvenes modelos masculinos.
Con anterioridad, en su primer viaje a Argelia, coincidió casualmente en 1895 con el desterrado Oscar Wilde en un prostíbulo masculino. Todo ello no le impedirá tener una hija, ni descubrir el amor de su vida, Marc Allegret. Madeleine, como buena esposa católica, admitía las veleidades de Gide, aunque procuraba estar a solas con él el menor tiempo posible y regalaba los obsequios que éste le ofrecía. De su enorme producción sólo menciono «La porte etroit» (1909) y «Les Caves du Vaticain» (1911), que leí, junto a otros libros suyos, con fervor, sin olvidar su participación en la «NRF», la revista y editorial fundada en 1908, ni su libro «Retour de l’URSS» (1936), ácida versión de lo que pudo comprobar en el país tras ser invitado por los escritores soviéticos. En 1935, convertido en el intelectual europeo de mayor prestigio presidió el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Sin embargo, acusado de derrotista por su silencio ante la ocupación, retornó al Norte de África, aunque regresaría a Francia y proseguiría su inmenso Diario hasta pocos días antes de su muerte. Logró un Nobel tardío en 1947. Pero ¿a cuento de qué viene esta evocación de mis lecturas de Gide? Tal vez porque Elisabeth Mulder acaba de ser recuperada en una interesante antología, «Sinfonía en rojo», en la Fundación Santander y allí figura una breve necrológica, publicada en «La Vanguardia». En solo dos páginas evade la censura que le sobreviviría tantos años. Algunos la recuerdan incluso con nostalgia y otros, parece, desearían su retorno. Nunca acabamos de evadirnos de censuras o autocensuras. Leer o escribir en libertad no es tan sencillo, porque resucitamos los demonios.
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