Opinión
Torra visita al dentista
Tres veces se reunió en Madrid Artur Mas «president» de la Generalitat con Mariano Rajoy presidente del Gobierno de la nación. En dos ocasiones lo hizo después Carles Puigdemont con el mismo interlocutor. Fue el 11 de enero del pasado año, en una comida sin luz ni taquígrafos, la última vez que un jefe del Ejecutivo catalán acudió a La Moncloa. A partir de ahí y repetida hasta la saciedad en la suma de esos cinco encuentros la «matraca» ante Rajoy de «Referéndum o Referéndum», lo vivido después en Cataluña ha sido sustancialmente el intento de golpe de estado independentista con la consiguiente intervención de la justicia y del gobierno vía artículo 155 de la Constitución. Un año y medio después, vuelve un «president» legítimo –como se ocupaba de recalcar la vicepresidenta Calvo– para sentarse en La Moncloa frente a otro también nuevo y legítimo presidente llegado, eso sí, por la vía de la moción de censura.
De esta esperadísima reunión de hoy ya se han dicho y escrito no pocos vaticinios a propósito de los temas a tratar e incluso del previsible resultado, pero existen algunas variantes nada menores que marcan de un lado las credenciales con que llega el visitante Torra y de otro el más que previsible primer asalto de tanteo ante lo que parece un muy evidente interés de ambas partes por alargar, si es preciso artificialmente, el período de diálogo, distensión o llámenlo si prefieren de antiinflamación con el único objetivo de ganar tiempo. Esta vez, sin embargo, hay sensibles diferencias con respecto a esas reuniones anteriores en las que los interlocutores se presentaban todavía como aspirantes a la sedición, razón por la que tal vez se cometió el error de no tomarles en serio. Ahora quien llega es alguien que solo parece arrogarse la representación de la minoría independentista ignorando a la mayoría que no lo es en Cataluña y que ha hecho gala desde la llegada de Sánchez a La Moncloa de esa actitud macarra que suele recordar la anécdota odontológica del «no nos vamos a hacer daño». El alfil de Puigdemont en San Jaume llega a La Moncloa con algunos avisos previos para quien quiera entender, como los desplantes a la figura del jefe del Estado, la inacción ante los desmanes de los «CDR» poniendo en peligro la propia convivencia ciudadana, el desafío a la diplomacia española en el exterior como ocurrió con el embajador Morenés, la insistencia en su innegociable «referéndum o referéndum» o la exigencia, no ya de acercamiento sino de puesta en libertad de los políticos presos sin dudar un ápice en continuar señalando al Poder Judicial del estado como «vengativo».
El independentismo es igual de ágil tanto manejando el mantra «hablemos de todo» como dando carpetazo a ese mismo diálogo acerca de «todo» cuando lo que se pone sobre la mesa es algo tan obvio, tan evidente, tan democrático como la existencia de una legalidad vigente. Sánchez haría bien en tomar nota de lo ocurrido tras los «arrumacos» de Junqueras a Sáenz de Santamaría durante la pasada, bien intencionada y descalabrada «operación dialogo» y sobre todo en no sentirse hoy dentista ante la visita de un torvo paciente con inclinaciones al estrujamiento testicular.
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