Opinión
Mínimo histórico de trabajadores pobres en EE UU
Una de las mayores secuelas generadas por la última crisis no ha sido de cariz económico, sino político y moral. La destrucción de empleo y el estancamiento salarial han transmitido una sensación de fin de régimen entre la mayoría de la población: el capitalismo, tal como lo conocíamos, había llegado a su fin y debía ser reemplazado. Los rasgos de ese nuevo régimen anticapitalista, abrazado tanto por populistas de izquierdas como de derechas, pasaban por poner fin a la globalización (restricciones migratorias, elevación de los aranceles o controles de capital) y por aumentar la intervención del Estado sobre la economía (imponiendo alzas salariales por decreto o impulsando planes de obra pública). El relato populista parecía encajar como un guante en la percepción ciudadana sobre su situación socioeconómica: «dado que vivimos peor, el sistema tiene que haber fracasado». La realidad, empero, es que las crisis financieras son enormemente lentas de sanear. Durante la fase de burbuja, las malas inversiones se despliegan por la economía y, una vez arranca la fase depresiva, todas ellas se vienen abajo y pasa a ser necesario reconstruir piedra a piedra ese tejido empresarial derruido. Basta fijarse en el caso de la economía española. Tras cuatro años expandiéndonos a tasas cercanas o superiores al 3% del PIB, todavía no nos hemos recompuesto de todos los destrozos que ocasionó la burbuja. En la actualidad, la tasa de paro sigue rondando el 17%, casi diez puntos por encima de su nivel pre-crisis. En cierto modo, pues, es normal que los ciudadanos se impacienten y, desesperados, se echen en brazos de cualquier discurso anti-sistema, por equivocado que resulte. También es lo que sucedió en EE UU. El discurso trumpista anti-élites y anti-mundialización ganó primero la batalla del Partido Republicano y luego la guerra presidencial. De acuerdo con Trump, la competencia desleal de México o China estaba desindustrializando la economía estadounidense y, con ello, precarizando el empleo. De ahí todo el rearme mercantilista que está protagonizando el republicano durante los últimos meses. Pues bien, de acuerdo con los últimos datos disponibles, el número de trabajadores pobres en EE UU alcanzó en 2017 su nivel más bajo desde 1986, año en el que comienzan los registros: el 11,4%, más de tres puntos por debajo del nivel alcanzado en 2012. Semejante mejoría no es imputable ni al proteccionismo trumpista –pues las subidas de aranceles se fraguaron en el primer semestre de 2018– ni a ninguna medida adoptada por el republicano en su primer año de mandato, dado que el cambio de tendencia arrancó en 2016. En definitiva, conforme los efectos de la crisis van remitiendo y la tasa de paro se vuelve anecdótica, los salarios comienzan a subir y la pobreza cae. Lástima que, en muchos casos, la recuperación económica deje sentir sus efectos cuando ya resulta demasiado tarde desde un punto político.
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