Opinión

Antipiréticos

Ayer terminó el mundial de fútbol y, entrenado como estoy para reparar en los detalles esenciales gracias a mis años de aprendizaje columnista, enseguida me di cuenta de que España no lo había ganado. Es una circunstancia que resulta triste bajo muchos aspectos pero, mirándola con detalle, también presenta alguna que otra vertiente positiva. Por ejemplo, los días en que jugaba la selección se dio una notable emoción patriótica, pero fue un fervor muy matizado, sin llegar a ese tipo de fanatismos hirientes que insultan al adversario o se ensañan con el jugador que yerra. Cuando nuestros futbolistas no pudieron hacer más, se lamentó, pero se les agradecieron los servicios prestados y se les despidió entre discretas muestras de compañerismo. Nos hemos ido a casa con la cola gacha, contrariados pero humildes como el perro que sufre un castigo, pero, a grandes rasgos, todo ha sido bastante civilizado y no se han dado desbordamientos de fiebre patriótica.

Eso no ha sucedido en otros sitios, como hemos visto. Nos han llegado noticias de lugares en que el jugador que erraba una pena máxima o no marcaba todos los goles esperados era vejado, calumniado y lapidado a base de epítetos repugnantes por sus propios compatriotas. La fuerza de flotabilidad de ese odio irrespetuoso era arquimédicamente proporcional al hundimiento de las ansias patrióticas bajo la bota de la realidad balompédica y el marcador electrónico.

El patriotismo puede estar muy bien, pero es recomendable que sea un envoltorio cálido y tibio que, como mucho, arrope a los propios jugadores sin someterles a una presión añadida. Si la temperatura sube demasiado, el ambiente puede convertirse en asfixiante para todos. Por eso yo creo que podemos felicitarnos de que nuestro seleccionado haya gozado del calor de todo un país, sin caer por ello en ningún tipo de fiebre patriótica. Al fin y al cabo, ese tipo de fiebres ya las describió Cervantes hace cuatro siglos en «La Galatea». Decía: «Son como calentura en el hombre enfermo que, el tenerla, es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta». Cabe perfectamente aceptar el fútbol como señal de vida, pero nunca que sea la vida central de una sociedad enferma.