Opinión
Y no eligió ser Thatcher
Todos los que han conocido a la perdedora de la carrera por la presidencia del PP (incluidos sus oponentes ideológicos) coinciden en afirmar su carácter de animal político. Nacida en Valladolid en 1971, Soraya Sáenz de Santamaría llegó a ese momento crucial de las primarias casada, con un hijo de seis años, y llevando una vida discreta en el barrio madrileño de Fuente del Berro. En un momento en que en los escaños desembarcaba toda una generación de especialistas que habían empezado trabajando en los partidos y que no conocían otro mundo profesional que la política y sus laberintos, Sáenz de Santamaría contaba con su formación como abogada del Estado para dar solidez y solvencia administrativa a su currículo. De hecho, su marido, José Iván Rosa Vallejo, es también abogado del Estado, con lo cual todo su entorno (hasta el familiar) se descubría inmerso en esa impregnación profesional. No es extraño que sus primeros pasos políticos fueran, por tanto, como asesora jurídica en el partido. El ascenso de un pragmático como Rajoy confluyó con su potencia personal para auparla hasta puestos de responsabilidad en el PP en la primera década del siglo. Después de llevar la portavocía del partido desde 2008, le esperaba en la siguiente década una vicepresidencia de Gobierno alcanzada a raíz de la victoria electoral de 2011. Desde ella, tuvo que contender con los dos asuntos principales que marcaron su labor política; la corrupción estructural del partido y la rebelión política de los soberanistas en Cataluña, donde se notó su formación como abogada del Estado que concibe al político como principal guardián de las leyes. En ambos asuntos, se condujo a través de esa jungla de ambigüedades con mano firme y pragmática, ateniéndose al procedimiento de ley, consciente de que el resultado en su prestigio y tarea de Gobierno iba a ser contradictorio en cualquier caso. En el tema catalán se encontró con la controversia que culpaba de todo o a la excesiva blandura o a la excesiva dureza del Gobierno, dependiendo del bando, en ambos casos con parecidos argumentos. Su principal error fue la llamada «operación diálogo», fiada a su experiencia en administraciones territoriales, que adolecía de un desconocimiento de la realidad del catalanismo e intentó jugarle en su terreno, obviando que el supuesto «diálogo catalanista» es una apelación –no por repetida menos vacía– que los independentistas no desean, y que solo conciben si se plasma en incomparecencia de la disidencia.
Un resultado parecido produjo en su carrera política la corrupción. La sentencia Gurtel jugó en su contra, llevándose por delante su vicepresidencia y dejando en entredicho la posibilidad de ser una solución de futuro después de significarse poderosamente como número dos en una nave con tantas vías de agua. Pero, paradójicamente, también jugó a su favor, en la medida que visualizaba a un partido inmerso en sañudas luchas internas a pesar de lo cual el círculo más cercano y familiar de la vicepresidenta aparecía limpio y sin ningún oscuro caso de corrupción o favoritismo, a diferencia de muchas de las trayectorias de sus adversarios políticos. Eso permitió que, por un momento, pareciera que el prestigio comunicativo de Sáenz de Santamaría salía lo bastante indemne como para poder optar a la presidencia del partido. Pero su dificultad para coger el toro por los cuernos y preferir situarse «au-dessus de la mêlée» en esos temas, hizo que el militante de base –que deseaba que alguien recordase como hay mucha gente trabajando honestamente en el PP que no es corrupta– se sintiera poco defendido. Finalmente, los compromisarios le han hecho pagar esa ausencia de querer situarse por encima del cuerpo a cuerpo, sacrificando conscientemente el hecho positivo de que, a través de figuras como ella, el público medio de este país había dejado de ver como improbable o delirante que una mujer pudiera ocupar la presidencia del Gobierno, como antes había sucedido en otros países europeos con Thatcher o Merkel. Santamaría buscó para sí más el perfil cálido y circunspecto de la alemana que la dureza y el desafío de la británica, pero con su caída desaparece la última figura femenina de los últimos tiempos que (como Aguirre, Cifuentes, Cospedal o Díaz) pareció con posibilidades para protagonizar ese hito. Todas descartadas por la fuerza de los acontecimientos políticos.
En la labor parlamentaria, Sáenz de Santamaría, mostró gusto por el uso de la ironía para fajarse con sus señorías. Le tocó vivir en el Congreso la época en que se difundió la costumbre del lenguaje malencarado, la falta de respeto al interlocutor, y el uso de las peores maneras como arma populista que Rufián y algunos diputados de Podemos intentaron poner de moda para asomarse al balcón mediático. Frente a eso, consiguió transmitir una imagen de respuesta que proyectara inteligencia, claridad y seguridad en sí misma. Esa imagen puede ser muy determinante de cara a su futuro inmediato. Más allá de las inevitables afirmaciones de integración y fidelidad a la opción política, lo cierto es que la ex-vicepresidenta tiene golosas ofertas de la empresa privada, en un momento en que a su partido le toca una árida temporada en los talleres, para recobrar el orgullo y la fuerza que le permitan encarar una reconstrucción cuyo alcance y duración todavía se ignora.
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