Opinión
Sabia cortesía
Lo bueno de la pausa del verano es que nos permite leer por fin aquellos libros que teníamos aplazados por otras lecturas en invierno. Los pasados días de calores paralizantes los dediqué a la lectura inmóvil de la única novela que escribió el premier británico Winston Churchill en 1897, cuando era joven. Pasé un rato entretenido, pero no creo faltar ni al respeto ni a la verdad si afirmo que fue una suerte que Churchill abandonara la carrera literaria para dedicarse a la política. La trama de la novela es muy primaria y los personajes no resultan casi ni siquiera bidimensionales, aunque están pintados, eso sí, con unos deliciosos tonos de acuarela. Como narrador no es nada ágil y enormemente ortopédico, pero lo que hace interesante su lectura es comprobar de qué manera salpica, de vez en cuando, las peripecias de acción con comentarios que dejan ya traslucir su futura sabiduría política. Sirva de ejemplo la sentencia siguiente, que nos brinda a todos: «es sagaz reconocer la importancia de la preservación e incremento de las corteses fórmulas sociales entre los hombres públicos del Estado». Acababa de leer estas líneas cuando levanté la cabeza y vi en la pantalla del televisor a Quim Torra. Sucedió porque, en verano, siempre leo con un ojo puesto en las noticias de televisión, de fondo y sin volumen. Torra aparecía en ellas con ese rictus de mandíbula apretada que le ha sido habitual desde que lo colocaron en su puesto. En todas las escenas que protagonizaba salía haciendo algún desplante a los líderes políticos y jefes de Estado que acudían a solidarizarse con las víctimas de hace un año en Barcelona. Entendí entonces perfectamente porque Torra nunca podrá ser un hombre de estado.
Que dos millones de personas, las cuales aspiran a tener un estado propio, designen a dedo para presidente a alguien que, claramente, carece de dotes para ello es una contradicción bastante esquizofrénica que nos podría llevar a muchas y sabrosas reflexiones.
«Savrola», la novela de juventud de Churchill se publicó a finales del siglo XIX. Parece mentira que estemos en el siglo veintiuno y haya gente que continúe insensible a este tipo de básicas obviedades.
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