Opinión

Las móndidas

Muy de mañana iniciaron la subida por la calle de abajo, desde la plaza, las tres mozas de la móndida, airosas y radiantes, quizá un poco aturdidas. Caminaban detrás del mozo del ramo, que portaba la gran copa de arce, adornada con roscos, rosas y pañuelos de seda. Las móndidas sujetaban con una mano inexperta el largo cestaño con cintas de colores y coronado de flores, que transportaban en la cabeza, como antes las mujeres llevaban el cántaro desde la fuente. Abría paso el pendón carmesí que sobresalía por encima de los tejados de las casas recompuestas y cuya sombra se proyectaba sobre las ruinas de las que no han resistido el abandono de sus moradores. Los hombres llevaban en andas a San Bartolomé, cuya figura adusta y poderosa, que libró de pedriscos y apostasías, volvía a recorrer las calles descarnadas de Sarnago donde lo han venerado cientos de generaciones. Unos desalmados quisieron robarlo cuando la guerra. Se lo llevaban en un caballito negro, metido en un saco, por el camino del cementerio. Le habían cortado el brazo para que entrara en el saco. Los hombres estaban en el frente o en la siega, y las mujeres salieron al encuentro y lo recuperaron.

Una banda de música acompañaba la procesión laica, sagrada y popular. La multitud caminaba en silencio respetuoso. Era una mañana fresca y luminosa. En pocos sitios como aquí puede encontrarse una luz tan especial, que envuelve mágicamente la escena, estrictamente cinematográfica, como me reconoció allí Mercedes Álvarez, la de «El cielo gira». Sólo faltaba el volteo de campanas, pero las campanas reposan en el suelo del portal de la escuela desde que se derrumbó la torre. En un punto la comitiva se detuvo y, en medio del silencio, el mozo del ramo y las tres móndidas se inclinaron reverencialmente ante el santo patrón. Confieso que, después de esto, hubo un momento, cuando regresábamos del barrio de arriba hacia el atrio de la iglesia, que no pude más y me rompí por dentro. Compréndanlo. Era la primera vez que volvía a la fiesta de mi pueblo desde la juventud cuando esta antiquísima celebración de las móndidas y el mozo del ramo ocurría en la Trinidad, por primavera, con los campos estallando de verdor y de flores, y las casas, habitadas. Ni siquiera me atreví a entrar en la mía, cerrada desde hace mucho tiempo. En la era empedrada, frente a las ruinas de la iglesia, habían plantado el mayo, como cuando el pueblo estaba vivo. ¿Quién ha dicho que ahora está muerto?