Opinión

Pintura moderna

Aspiro a no caer nunca en la torpe equidistancia de equiparar a quien cuelga un símbolo nazi con aquel que lo retira. Respaldaré a los que retiran pacíficamente lazos, porque considero importante defender la libertad de poder hacerlo frente a la coerción institucional. Pero creo que es una idea más adecuada mejorarlos con rojo que retirarlos.

Si se retiran los lazos, los separatistas los volverán a poner. En cambio, si se adornan con dos rayas rojas, los quitarán ellos mismos para intentar poner otros impolutos, dado que ver en las calles la bandera española es lo que más les pone de los nervios. Tendrán doble gasto y los constitucionales conseguirán que los independentistas hagan por ellos el trabajo. Yo creo que la mejor reacción frente a las amenazas de un otoño caliente es invertir en comprar rotuladores rojos indelebles y sprays rojos de autodefensa democrática. Más que por seguir una bandera, por socavar y sacar a la luz las contradicciones de los intolerantes antidemócratas.

Los incidentes y las peleas, con su mezcla sensacionalista de emociones confusas, hacen que, boquiabiertos, solo nos fijemos en lo accesorio y nos distraigamos de lo principal. Y por eso se nos ha pasado desapercibido un hecho prodigioso y lleno de mérito que está sucediendo bajo nuestras narices sin darnos cuenta y que pocas veces se ve en la historia humana. Se trata de lo siguiente: durante casi medio siglo de dictadura militar la propaganda institucional, contra la cual estaba penado luchar, intentó relacionar para siempre el símbolo de la bandera española con el totalitarismo. Lo hizo sañudamente para autojustificarse, hasta conseguir que mucha gente sensata y demócrata sintiera rechazo hacia ella. En cuatro décadas (durante las que se ha conseguido el lapso más largo en toda nuestra historia de sensatez, paciencia, tolerancia, democracia y prosperidad) toda una generación ha culminado un proceso que, de una manera natural, ha invertido la tendencia.

La bandera española ha pasado, en solo una generación, de ser la representación del totalitarismo a convertirse en los colores cuya sola visión más irritan a un nazi.