Opinión

Una silla vacía

e no haberlo impedido el entonces juez decano de Madrid, hoy debería comparecer como demandado ante un juez belga el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena; en concreto el decano madrileño denegó tramitar la citación ordenada por la Justicia belga para esa comparecencia, al advertir que lo que se juzga en ese pleito no es otra cosa sino la actuación de un poder del Estado español. Afortunadamente hoy esa silla estará vacía. Como es de sobra sabido, los demandantes son los secesionistas catalanes fugados, a la cabeza el anterior presidente de la Generalidad. En su demanda civil contra el magistrado pretenden una condena simbólica de cinco euros, por su supuesta «parcialidad y obstinación» en la causa que instruye contra ellos. No es ningún secreto ni una conjetura temeraria –es más, lo admitió en su día su abogado– decir que la finalidad real de esa demanda es recusarle, apartarle de la causa, además de cuestionar la actuación del Poder Judicial español e internacionalizar su insulto.

En este contexto durante el pasado agosto hemos asistido a hechos inquietantes y a otros que aumentan la indignación. En cuanto a los estrictamente indignantes, aparte de la demanda en sí, están los insultos que en ella se dirigen a la Justicia española y la tergiversación de las palabras de Llarena. En realidad nada nuevo: un paso más, una muestra más de la perversión del intelectual del secesionismo que no merece más comentarios y que responde a la cascada de falsedades a las que ya nos tienen acostumbrados.

Lo que inquieta es la actitud bipolar del gobierno español en general y en especial del Ministerio de Justicia; cosa aparte son los bandazos de Jueces y Juezas para la Democracia: su seguidismo no inquieta, sonroja y debería llevarles a reflexionar sobre qué son, si jueces profesionales o la rama judicial de un movimiento político. Pues bien, demostrando esa bipolaridad política hemos visto en el gobierno un cambio de actitud –para bien– que sin embargo no elimina la desconfianza. Esta se basa simplemente en que un gobierno cuyo único programa es estar en el poder al precio que sea, se sabe mantenido por los votos de fuerzas políticas y parlamentarias no deseables, lo que le obliga a pagar las letras que casi a diario le giran esos acreedores políticos, entre ellos los secesionistas y una de tantas letras pasa por enterrar las causas penales seguidas contra los secesionistas en general y los fugados en particular.

Como digo ha habido un cambio a bien, asumiendo el Estado la defensa del Llarena. No cabía sostener que sus palabras asépticas –en España no hay presos políticos y que investiga unos hechos objetivamente investigables– eran unas declaraciones privadas.Ciertamente lo dijo en una conferencia, no en una resolución, pero lo dijo como instructor de esa causa. La gravedad de la negativa inicial salta a la vista porque a nadie se le esconde que, al margen de las intenciones de los secesionistas demandantes, en ese pleito belga lo que se ventila es la integridad e inviolabilidad de uno de los tres poderes del Estado atacado por el secesionismo y juzgado por tribunales extranjeros. En fin, tras sostener que el viaje del presidente a un concierto de «The Killers» era un viaje oficial que justificaba el empleo de un avión oficial y su consiguiente gasto, habría sido indecente negarse a defender no tanto a Llarena como al tercer poder del Estado.

Insisto, cambio a bien, pero inquietan las tendencias, las actitudes de fondo.Cuando la estancia en Moncloa está cogida con alfileres parlamentarios y se trata de aguantar al coste que sea, la Justicia estorba si irrita a unos aliados políticos no deseables de los que depende ese disfrute, aliados que no han escondido su animadversión hacia la Justicia. Esto explica la táctica de externalizar la crítica: formalmente se respeta al juez Llarena, pero el verdadero sentir aflora en la crítica de medios de comunicación controlados o afines y es que el cinismo, pariente de la mentira, tiene poco desarrollo como ha quedado en evidencia con la publicidad –engañosa– dada por el gobierno a lo que se ha presentado como coste de la defensa.