Opinión
Última carta
La enfermedad sin rostro, el último tabú, el suicidio, aparece en uno de los libros del año. He leído «Última carta: un suicidio en mi familia», de Sergio González Ausina, de un trago imparable. Con la boca seca y los ojos haciendo chiribitas. Igual que cuando descubrí a Kapuscinski y me enfrenté por vez primera a Chaves Nogales. Estamos ante un periodista masyúsculo. Autor de una crónica muy documentada y urgente, repensada y fresca, dolorosísima, sobre el suicido de un tío suyo, Vicente González Luelmo, «estudiante, esquizofrénico y leonés». Vicente se arrojó debajo del tren entre Guardo y León. La suya fue una muerte desenchufada en la memoria familiar. El mamut que brama por sobre las alfombras. Al que nadie quiere reconocer por una combinación de desolación y vergüenza. Añadan la ficción del contagio.
El viejo lugar común respecto a la necesidad de no comentar los suicidios. Para evitar, susurrábamos, la posible aparición de imitadores. En fin, este párrafo insuperable al principio de la investigación: «Por las noches había ido calentándome. Abría los álbumes de fotos y me imaginaba sus vidas. Me detenía en el semblante de Mary en la boda de mis padres, un mes después. En Vicente y sus botas de cuero, un mediodía portuario. Y en el piso de Maestro Uriarte, con mis abuelos, unas navidades, y de las últimas. El pie de todas aquellas fotos presentaba a mi padre como el testigo mudo de una destrucción familiar. Un hombre cansado y al que nunca había visto leer un libro». Contra las supersticiones de la tercera persona Ausina dispara desde el yo. Un yo a pecho descubierto, que reconoce valiente las frustraciones del reportero que navega contracorriente de sus propias intuiciones y no se permite caer en el letal error de cambiar huecos por ficciones. Se limita a acarrear y exponer los frutos de su paciente arqueología.
El resultado arroja luz sobre una tragedia familiar y, con la verdad que alienta los grandes textos, baña en radiante incandescencia uno de esos territorios colectivos que va siendo hora que encaremos. Por lealtad a los muertos y amparo a quienes en el futuro coqueteen con el monstruo. El silencio encadena. La palabra, cuando es tan refulgente y auxiliadora como en «Última carta», desmitifica y calma. «Me acostaba, apagaba la luz de la mesilla y le resarvaba un hueco al esquizofrénico...». Lo dicho, una maravilla.
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