Opinión

Política, ética y cloacas

Subyacen algunos rasgos del totalitarismo de antaño en el maremágnum de la política española incluso en la que dice que escapa de ella. Algo que se repetía en los círculos políticos emergentes era que al dictador no se le había logrado echar, había muerto –aunque con exagerado tremendismo médico– en su cama. Porque ello suponía que nunca logró quebrarse la pasividad de los ciudadanos o mantenerse al margen. La imagen de las largas colas en la exposición de su cadáver son harto reveladoras. La Transición o el régimen del 78 nace condicionado por las circunstancias, la tutela de Alemania y EE.UU., aunque finalice con un respetado pacto. Todos los políticos pasaron por ley a ser demócratas y se ha ido acentuando esta glorificación de nuestra democracia, que se dice asentada sobre bases sólidas. Pero la pedagogía en formas y éticas no han llegado a calar hasta los tuétanos. Cuarenta años de «democracia orgánica» permiten advertir en sectores minoritarios y en moderada expansión que «con Franco vivíamos mejor», alterando una reiterada frase de M.V. Montalbán. Entreverada por el franquismo, que se transmite generacional e inconscientemente, los momentos políticos que atravesamos carecen de aquella tranquilidad que permitiría progreso. En apariencia, el panorama se ha transformado en gran medida. No existe, en apariencia, el bipartidismo, aunque siga imperando a su manera. Y, a un lado, quedan partidos nacionalistas de todo signo, alguno transformado en pesadilla, y otros que aprovechan rendijas en los bloques. Lo que pocos toman en consideración es la escasa formación de una ciudadanía (con 8,6 millones en exclusión social y 600.000 en inseguridad alimentaria) formada a base de eslóganes.

Proclamamos una «reconciliación» que llevaba desde hacía años en su programa el extinto partido comunista, pero quienes trabajaron en el seno de la colectividad para llevarlo a la práctica quedaron lejos de conseguirlo. El conflicto catalán tiene muchos padres y tradición y, aunque se logró taponar la sangría vasca, tampoco puede considerarse resuelta. Nunca logramos abolir la corrupción de rancia raigambre, que hubiera debido alertar a una tan permisiva conciencia ciudadana. Políticos de buena fe llegaron a inundar plazas, aunque pocos trataron de instalar los principios éticos que deberían inspirar cualquier función pública y lógicamente la actividad privada habitual. Fue en otro tiempo aquella semilla de la Institución Libre de Enseñanza, la renovación de comportamientos mediante el ejemplo y fundamentalmente de la educación. Se acabó todo ello con la excusa de la implantación de una moral católica y ortodoxa. Pero en las turbulencias emergen las cloacas invisibles del Estado. Las hay también en grupos de presión que nunca se quitan la máscara o quizá nadie desee descubrir. El hedor alcanza al mundo de la comunicación, portavoces de grupos, antes que valedores de verdades. Misión de los medios es denunciar, pero un cierto sentido de responsabilidad debería inclinarles a no apostar por cuanto peor, mejor. Y ya no se trata, como se hizo tantas veces, de oídos sordos y ojos ciegos, sino de impedir que la vida política, si así puede llamarse, se convirtiera en estercolero, como estamos viviendo no sin algunos toques dramáticos. En aquellos años de la llamada Restauración y partidos turnantes, ya Antonio Machado, en uno de sus populares poemas, aludía a las dos Españas, una de las cuales habría de helarle el corazón. Éste ha sido a menudo un país dividido por mitades, cainita, fraccionado hasta llegar, durante la I República, hasta el cantonalismo.

Nuestros políticos reiteran que el problema fundamental sigue siendo la educación. Ya Joaquín Costa había proclamado lo de escuela y despensa. Pero modificar mentalidades no puede ser tarea de una generación. Se requiere un proyecto a largo plazo y una ética fundamentada en valores que deberían ser aceptados por la ciudadanía. Cada país tiene sus cloacas, aunque los políticos tratan de no exponerlas en público y cada gobierno apechuga con las propias. Las que se pagan con nuestros impuestos vienen de lejos y resultan anteriores y posteriores a la Transición. Existieron ya en tiempos de Adolfo Suárez, quien las heredó del anterior régimen y nunca han llegado a desaparecer. Todos los partidos políticos y los gobiernos, antes y hoy, demandan cambios inmediatos, pero pocos practican una ética que subyacería en una Constitución de buenos propósitos no siempre practicables. No es un problema inherente al sistema parlamentario, cuyo partidismo tiende al corto plazo electoral. La sociedad civil debería tratar de concienciarse y organizarse a la búsqueda de una ética capaz de superar las dos Españas o las que sean. Desde el siglo XIX estamos clamando por escuelas y maestros vocacionales. Las hay y los hay, pero la ambición de transformar mentalidades
–salvo en casos contados– no figura en los programas. No todo es cuestión de recursos, también conviene confiar en proyectos que eviten la gresca cotidiana y alertemos del viento de exaltación de la violencia y xenofobia que sopla desde el Este.