Opinión

Sin caridad ni perdón

Uno de los eslóganes de los manifestantes barceloneses en los tumultos conmemorativos del 1 de octubre fue «ni olvido, ni perdón», más propios del pasado siglo que del actual e incluso yendo más lejos, característicos de un siglo XIX, réplica cristiana. El nacionalismo o independentismo sigue siendo fruto de antaño, populista, aunque reviva con rabiosa actualidad. Olvidar resulta funesto, aunque la memoria eficaz puede convertirse también en traicionera. ¿Cómo olvidar y, a la vez, conocer ese pasado colectivo e incómodo que nos retrotrae a las discordias civiles que todavía nos sacuden con increíble dramatismo? Los octubres parecen funestos y nos recuerdan aquel 6 de octubre de un pasado que tampoco hemos logrado interpretar ni superar. Porque no es necesario remontarse a 1714, cuando se puso fin a una guerra dinástica. Algunos jóvenes de hoy, desconocedores de la historia, no desean ni olvidar, ni perdonar. Están en su derecho, aunque podrían remontarse no sólo a una guerra civil, que culminó los desencuentros de quienes seguimos habitando la «pell de brau», sino buceando anteriores guerras civiles, como la carlista, que sumergió parte de este país en odios reiterados o en melancolía. Estas reflexiones quizá sean fruto de leer una intensa biografía total de Concepción Arenal, obra más que recomendable de Anna Caballé, «Concepción Arenal. La caminante y su sombra», publicada por Taurus y la Fundación Juan March en su serie de Españoles Eminentes (la primera mujer de la serie). Tal vez los ecos de aquella pensadora, reducida hoy al callejero de nuestros pueblos y ciudades, escasamente leída y menos conocida en España que fuera de ella, me han inducido a esta no menos melancólica reflexión. La profesora de la Universidad de Barcelona, responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de aquella Universidad, posee una trayectoria más que envidiable como biógrafa. Su paso por algunas universidades extranjeras tampoco ha sido inútil.

Hasta época reciente debíamos remontarnos a ingleses o franceses para disfrutar de un género poco frecuentado en nuestras letras. La llegada de Ian Gibson y sus primeros estudios biográficos lorquianos, publicados fuera de España, se consideraron casi poner pica en Flandes. Existían biografías realizadas por españoles, claro está, pero nunca con tan abundante documentación, precisión en los detalles y justos análisis como pueden descubrirse en las de Anna Caballé y que, a mi modesto juicio, las supera. La biografía requiere ser fidedigna, que la suma de datos interpretados muestre que nos hallamos ante un escritor/a, y resulten amenos. Su objetivo consiste en descubrir, conocer y analizar hasta el límite al biografiado. Debo decir, sin disimular entusiasmos, que Concepción Arenal ocupará desde hoy el lugar que merecía y que se nos había ocultado, ya que el libro corrige también un olvido inexcusable. Tal vez el pensamiento católico que subyace, su condición femenina –imperdonable en la época–, su dedicación a los presos, a los menos favorecidos, aquella «voz en el desierto» que, sin embargo, alcanzó dimensiones europeas, pese a que su autora nunca traspasó fronteras, hayan contribuido a alejarla de ciertas inquietudes, pese a que seguiremos coincidiendo en múltiples aspectos. ¿Qué supone hoy el perdón, un concepto que se utiliza frecuentemente, aunque apenas se practique? Sin duda, procede de una actitud humana que resta lejos, como estamos observando, de la alta política o de las elementales relaciones familiares. Pero me propuse en principio entender el libro de Anna Caballé como muestra de lo que podría y debería hacerse con el pasado. Todavía mi abuela me contaba que, siendo niña, la llevaron a una fiesta que consistía en la ejecución al garrote vil de un condenado en la población próxima, fiesta popular. Arenal acabó también con las cuerdas de presos y dio pasos hacia un sistema penitenciario, entre tantas cosas. Nuestro mal conocido siglo XIX no debería contemplarse tan sólo a la luz de los desastres que conllevó el absolutismo, las luchas carlistas o una Restauración que la gente del 98 trató de enmendar. Sin duda, no fue nuestro mejor momento histórico en comparación con países próximos. Vinculada al krausismo que trataba de modernizar la educación española, alejándose del catolicismo imperante, tampoco llegó a identificarse de pleno con él, dados sus fundamentos religiosos. Como apunta su hijo y analiza su biógrafa: «en ella hay la sombra del carácter orgulloso, obstinado e imbuido de sí mismo que la caracterizó siempre». Una biografía no debe ser la hagiografía de la personalidad que nos relata. La de Anna Caballé reproduce fragmentos de ignorada poesía y de su labor narrativa. Ilumina los paisajes, las casas en las que vivió, las relaciones con sus coetáneos, los mecanismos interiores del personaje. Supone años de esfuerzos y una descripción exigente y elaborada de los materiales a los que logró acceder, ganándose asimismo el interés de algunos de sus descendientes. Todo ello se ha realizado con caridad, término hoy ya inusual, y perdón. Conviene recuperar las sombras de un siglo XIX menos tópico.