Opinión
El fin de las seguridades
Ciertas tendencias de la historiografía han considerado que nuestra época está marcada por una idea clave: la del llamado «fin de la historia», especialmente relacionado con la gran «katarsis» europea que supuso la Primera Guerra Mundial. Tras el mito occidental del progreso, que se demostró vano cuando nuestro camino occidental –supuestamente siempre ascendente hacia la razón, desde los griegos al positivismo decimonónico centroeuropeo– desembocó en la inenarrable matanza de las dos guerras mundiales y de los totalitarismos del siglo XX, se despertó de alguna manera y se desmitificó la filosofía de la historia: ya no creemos necesariamente en un ideal o una ideología que mueva el mundo hacia un lugar mejor. El tiempo lineal y de progreso se quebró y las certidumbres volvieron a una circularidad arcaica y de eterno retorno de males que ya habíamos vivido en nuestro «parque humano», como diría Sloterdijk.
Pero, desde entonces, la crisis de valores y de espíritu que aquejan a nuestras sociedades democráticas occidentales ha devenido ya endémica y lleva mucho tiempo arraigada entre nosotros. Tanto, por lo menos, como desde el momento en que Spengel se hizo eco del malestar europeo de entreguerras y publicó su famoso «Untergang des Abendlandes». Y hoy no es menor ese declive, tan legendario ya como el que Gibbon teorizara acerca del mundo romano o el que Mommsen constatara en la evolución de un imperio que recogía todas las etapas del ciclo biológico-político de la historia.
Pero hoy día cabe hablar también del fin de las seguridades, dando un paso postmoderno, líquido y globalizado más allá de aquel «fin de la historia». En la próspera Europa de la postguerra, tras aquel despertar a lo moderno, el modelo socialdemócrata del Estado del Bienestar había conseguido que nos sintiéramos bastante conformes con un sistema de sanidad avanzada, universal y gratuita, una educación pública de calidad y un sistema de pensiones que garantizaba una vejez digna después de una vida de trabajo. Eran varias las seguridades básicas y las garantías de cohesión social que nos tranquilizaban entonces. Pero en estos últimos 50 años todo ello se ha ido desmoronando irremisiblemente, como un ídolo de barro.
Se puede decir, tal vez, que ese mundo también ha llegado a su fin. Es el ocaso de las seguridades, simbolizado quizá en el colapso de la seguridad social, a la que, dicen los agoreros más precisos entre nosotros, no le quedan más de 10 años. Y, ¿cuál es nuestra respuesta a la crisis y al desmantelamiento? El mundo de hoy está embrutecido, ensimismado en sus pantallas. Está perdido en el espejo, como Alicia, o esperando a sus bárbaros, como el Imperio Romano. Pan y circo. Esa es la única receta que se nos da. «Panem et circenses», como el título de un brillante ensayo de David Álvarez (Alianza 2018), de reciente publicación que analiza la historia de Roma desde la óptica de su deporte favorito, las carreras de carros. Nos hace pensar en nuestros días. Opio y ocio del pueblo. Adocenamiento para el pueblo y despreocupación para los gobernantes.
Ante este panorama, ¿qué hacen nuestros jóvenes? Hoy ese opio tiene muchos nombres y ellos se adormecen en el entretenimiento más banal. En otros tiempos, quizá hace esos 40 o 50 años, la gente habría salido la calle a levantar barricadas contra el fin de la seguridad. Los jóvenes callan mientras los únicos que parecen levantar la voz son nuestros pensionistas, protestando ante los atracos a los que se les somete.
Y es que ya no es sólo el fútbol, el omnipresente fútbol, «panem et circenses», que adormece las mentes y los cuerpos en el sillón y que, en letal combinación con los bares, parece un conjuro a las protestas de la población. No. Nuestros jóvenes tienen muchas más distracciones que el fútbol, en un ocio envilecido del que habrían renegado Cicerón o Séneca, pues carece de dignidad. Por pocos euros al mes todos tenemos a nuestra disposición series de Netflix y HBO, música a raudales en Spotify, más canales y películas de las que podríamos ver en varias vidas, y un sinfín de entretenimientos baldíos, para dormitar, que nos apartan de lo esencial, de lo importante, desde la familia a la comunidad política, por lo hablar del cultivo del cuerpo y el espíritu. Nos hacen olvidar tanto los valores humanistas como la realidad de que nos están hurtando poco a poco no solo el futuro sino incluso el presente. ¿Es este el «fin de las seguridades»? Quizá, pero está suavemente edulcorado por una realidad virtual que aflora en las pantallas, en los móviles de todos, de los que nadie nunca levanta la vista para no ver al prójimo y, más allá, la crisis profunda en la que estamos inmersos.
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