Opinión
Locos tiempos locos
A menudo los seres humanos se han sentido descontentos con las circunstancias que les ha tocado vivir. No elegimos nuestro tiempo. Nos viene dado por aquello que los romanos denominaban «fatum» y nosotros, destino. Aunque lo parezca, tampoco vivimos una sola vida. En el transcurso de la existencia sufrimos cambios múltiples y cuando se acerca el final percibimos que tal vez no somos lo que fuimos en anteriores etapas de la vida. Se dice que evolucionamos desde la rebeldía juvenil, en relación a un mundo con el que nos sentíamos disconformes, y hacia otro más conservador. A la vida le cuesta desprenderse de lo que nos une a ella y desaparecerá con nuestros cuerpos. Quedan recuerdos que se irán deslizando hacia la nada en otro tiempo que ya no será nuestro. De algún modo el destino del llamado mundo occidental –y del resto– ha venido a demostrar que la locura de algunos dirigentes políticos y de quienes les votaron jugaron con el pesimismo. Trump, en lo que lleva de presidencia, ha logrado demostrar que su insólita cabellera no es falsa o, al menos, no responde a la categoría de peluca, como se venía especulando. Pero sus ideas sociales y políticas, un racismo que no disimula, tienden a coincidir con las que circularon en la década de los años treinta que anticiparon totalitarismos y guerras. Y su locura, el irracionalismo político menos romántico, se contagia como la pólvora de un país a otro. Nunca hubiéramos pensado que parte del mundo occidental derivaría hacia un postfascismo, pero algunas sociedades parecen definitivamente encaminadas hacia él. El triunfo de los demócratas en la Cámara de Representantes en las elecciones de medio mandato, aunque puedan dificultar algunos delirios presidenciales, tropiezan con un Senado en poder de los republicanos. Más mujeres, políticos latinos, un homosexual y seis gobernadores no van a entorpecer suficientemente una actitud presidencial infantil y egocentrista, aunque darán algo más que una nota de color. Aquel descubrimiento dieciochesco de la Razón, que había de dirigirnos al bien hacer, hacia un progreso social inevitable, se evaporó de nuestro horizonte. ¿Es así?
Podríamos considerar que vivimos locos tiempos locos, es decir locos al cuadrado. Nos acompaña toda la ortodoxia que cabe suponer al disparate, pero, sin embargo, carece de sentido del humor. La prensa escrita, que algunos dirigentes quieren que desaparezca, ay, incluso en aquella Italia ahora medio fascista, pero también resistente, la de la encarnizada lucha entre la mafia y sus ramificaciones y la izquierda socialcomunista, inspirada en el arte florentino y la decadencia veneciana. El poder prefiere la eficacia corta de las redes sociales en cuya brevedad anidan cómodamente la mentira y la postverdad (una mentira sobre la mentira). La globalización –pecado y orgullo– de nuestro tiempo –no menos mentira– ha revitalizado nacionalismos arqueológicos que nacieron al filo del siglo XIX y explosionaron en forma de confrontaciones bélicas a lo largo del XX. Mi generación pretendía integrarse en una ilusionante Unión Europea y abandonar particularidades, pero no podemos asegurar que, en algún momento, como antaño, se justifique la violencia. En menor medida, los equipos de fútbol que se sienten representantes de naciones, ciudades o barrios, la practican ya y no sólo en Europa. Algo habrá en el seno de unos pocos aficionados, que se permiten considerar representantes de sentimientos que los empujan a la violencia. Los nacionalismos no resultan menos peligrosos porque responden a parecidos paradigmas. Años de pacifismo no han permitido eliminar rasgos de supremacía frente al adversario que se entiende ya como enemigo. Pero el antinacionalismo, a menudo, se plantea desde otro nacionalismo no menos fanático. El fantasma que recorre el mundo nada tiene que ver con la justicia social y la igualdad de los hombres del color que sean, sino que responde a la locura del particularismo, la supremacía, la fuerza bruta. Habrá que confiar en la habilidad femenina, porque volvemos a reivindicar el derecho al armamento atómico, a entender a los emigrantes pobres como enemigos, y a falsificar la historia, nuestra gran aliada, en estos locos tiempos locos.
Tiempos que se nos imponen y una palabra como decencia, deslizada por mi viejo amigo, el nonagenario filósofo Emilio Lledó, produce hasta sorpresa. Pocos la valoran y menos la entienden, pero constituye una clave, de las varias, de la ética. Se estudia en el ámbito de la filosofía, que retornará a las aulas como las golondrinas, y los políticos la usan con reparos. Pero la ética, que practicamos con tantas dificultades, nos lleva a la memoria la propuesta de Voltaire cuando preguntaba si apretar un botón que fulminara a uno de la multitud de chinos desconocidos nos llevara al enriquecimiento más allá de cualquier límite, ¿resistiríamos la tentación? Esta cuestión se reproduce hoy en los ámbitos de la pobreza latinoamericana, africana y hasta asiática. Y quien debiera ser nuestro líder moral traslada 15.000 soldados hasta la frontera de México y amenaza con dar la orden de disparar. Las agencias de propaganda hacen su agosto en este mundo inhabitable, sin válidas minorías dirigentes, tan enfebrecido de locuras.
✕
Accede a tu cuenta para comentar