Opinión

Pueri cantores

Algunos de los momentos más felices de mi adolescencia y juventud se los debo al honor de haber sido miembro de la «Schola Cantorum» de la Universidad de Comillas. Bajo la dirección del insigne compositor jesuita José Ignacio Prieto enriquecíamos las celebraciones litúrgicas con motetes de Tomás Luis de Victoria, Palestrina, Haendel, Otaño y otros muchos. El día de Santa Cecilia ofrecíamos un concierto en el Paraninfo de la Universidad con obras de compositores de la talla de Debussy, Carl Orff, y Falla. En los veranos hacíamos giras por países europeos como Francia, Alemania, Suecia y Reino Unido dando a conocer los tesoros de nuestra música. En los años posconciliares el panorama musical de nuestras iglesias dio un giro radical y se impuso un repertorio en lengua vernácula que, con escasas excepciones, era de una apabullante pobreza musical: cancioncillas y melodías mediocres que aún siguen resonando en nuestros templos.

Fueron tiempos duros para los coros especializados en la música religiosa clásica que en algún momento corrieron el riesgo de desaparecer. Por fortuna hubo muchos que resistieron. Este fin de semana se ha celebrado en Roma el III Encuentro Internacional de Corales religiosas en el que han participado ocho mil coristas de países muy diferentes. Ayer domingo en la Basílica de San Pedro volvieron a escucharse obras maestras del pasado musical de la Iglesia. En un discurso pronunciado por el Papa Francisco advirtió del peligro de que los coros aspiren a ser la «prima donna» de la liturgia. No es ese su papel, desde luego, sino contribuir a que los fieles enriquezcan su sensibilidad religiosa escuchando una música de altura y dignidad artísticas y no ramplonas composiciones que el tiempo –así lo espero y deseo– se encargará de hacer desaparecer para siempre.