Opinión

Derecho a delirar

La muerte de un bebé en Vigo, después de que sus padres decidieran tenerlo en casa, reabre uno de los frentes más siniestros de las guerras culturales. Igual que algunos tipos estiman erróneamente que pueden imponer la educación que quieren para sus hijos al margen de lo que dictaminen el consenso social y las leyes, hay otros, incluso más zumbados, que aspiran a que sus convicciones, las supercherías que cultivan respecto a los médicos y las farmacéuticas, o sus nigrománticos prejuicios hacia las vacunas, pasen por encima de cualquier consideración alfabetizada. Que el parto en casa es infinitamente más peligroso que en el hospital está avalado por todos los estudios y metaestudios posibles. De ahí que las grandes sociedades médicas y los organismos internacionales aconsejen que la madre de a luz con médicos y medios tecnológicos suficientes.

Detesto argumentar mediante la experiencia propia, entiendo la irrelevancia de disertar en función de cómo le haya ido a cada uno, la imbecilidad de confundir las estadísticas con la autobiografía, pero cuando escribo del llamado, de nuevo equivocadamente, «parto natural», no puedo sino recordar como fue el de mi hijo. Acabó encajonado a mitad de camino y ahogándose. Su corazón dejó de latir durante unos laaargos segundos mientras una enfermera le introducía medio brazo a mi chica, sonaba una alarma en el pasillo y preparaban el quirófano a toda mecha. Al final hubo cesárea, bendita sea, y final feliz. Sé, no necesito leerme los informes de la Asociación Americana de Pediatría, que Max no estaría hoy aquí, o sí pero con con serios problemas neurológicos y/o motrices, de haberlo parido bajo las estrellas, con las perseidas haciendo eses sobre nuestras cabecitas y el bosque animado como banda sonora. Ni una bañera es un quirófano ni un ungüento antiguo vale lo que un miligramo de penicilina, ni un druida es un anestesista ni un padre, por muchas guías que se haya embuchado, un pediatra neonatólogo.

El pensamiento magufo, la irracionalidad, las frivolidades más o menos esotéricas y la desconfianza en la evidencia empírica de algunas personas supuestamente instruidas más que a la melancolía, que también, tiene que conducir al Código Penal. La libertad de pensamiento y conciencia es una marca civilizatoria siempre que no antepongamos nuestro derecho al delirio sobre el derecho del niño a la vida, la supervivencia y el desarrollo.