Opinión
España como antídoto
Dice Iñigo Errejón que contempla las banderas francesas en las barricadas de los chalecos amarillos y siente envidia. Por supuesto los gilets jaunes traen a Le Pen, a la extrema izquierda y a la serpiente eurófoba. A quien ha malgastado media vida intelectual obsesionado con la Europa de los hombres de negro le tiene que seducir la eclosión de una revuelta enemistada con Bruselas. Tanto Errejón cómo el politólogo César Rendueles denuncian el abandono de los símbolos nacionales por parte de la izquierda al tiempo que reivindican el gaseoso unicornio de la tercera vía. Animalito ejemplificada en trayectorias tan viscosas como la de Ada Colau y su fantástico mariachi. Malabares del eufemismo, expertos en invocar sortilegios, del diálogo al referéndum, pasean unos exóticos conflictos políticos cuando la primera urgencia, casi existencial, tiene que ver con el asalto a la ley de todos. Con la impugnación insurreccional de un Estado social y democrático de Derecho donde la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes de ese mismo Estado. Como es habitual señalan una supuesta campaña de acoso contra las identidades culturales periféricas y callan ante la persecución de la lengua de la mayoría en Cataluña y País Vasco, que no es, oh, la catalana o el euskera, sino la española. La vuelta al redil unionista se justificaría por una lógica pragmática e instrumental, puro marketing. No entienden que aquí y ahora España es la libertad, la solidaridad, el progreso, mientras que los nacionalismos trabajan del lado de las fronteras. Estoy casi seguro que a los jóvenes politólogos les parece estupendo que dentro de nada otra identidad artificial, el bable surgido del laboratorio Frankenstein, se constituya en Asturias como barrera lingüística a las oposiciones. Ellos a lo suyo. A divagar sobre el confort de la minoría xenófoba y a condonar con desahogo las agresiones a la igualdad. Como tienen prohibido por el médico denunciar la basura de los derechos históricos, la purria de las identidades, jamás reconocen que España, como ha explicado tantas veces el indispensable Fernando Savater, es el nombre que le damos a la implantación institucional y territorial de los derechos de los ciudadanos españoles. España, sí, de ciudadanos libres, España de ciudadanos iguales, como antídoto constitucional, ilustrado y laico al tutifruti de nacionalidades superpuestas como averiadas muñecas rusas donde la chavalería mística nos obliga a ejercer o morir.
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