Opinión
Elogio de la nueva locura
Tal vez los jóvenes, tan alejados del humanismo y próximos a las nuevas tecnologías, resten ya lejos de aquella locura que inspiró a Erasmo de Rotterdam y que se difundió por la España que trataba de encontrar, tras el descubrimiento de una unión entre reinos que no existió hasta mucho más tarde, su vocación imperial. El erasmismo, un avanzado cristianismo en la época, arraigó contra la ortodoxia en un ámbito amplio, más allá de lo que hoy entendemos como Unión Europea. Marcel Bataillon lo estudió a fondo y lo entendió como el sustrato en el que se asentaría la modernidad de la época. Su libro, «Erasmo y España» vio la luz en Francia en 1937, mientras aquí nos de- sangrábamos en una contienda civil. En 1950 vio la luz la primera edición española, con prólogo del año anterior y en 1965, la segunda, siempre en las prensas de aquella renovadora editorial mexicana que fue el Fondo de Cultura Económica. Antonio Machado, en 1937, lo entendió como «una ingente contribución al estudio de nuestra cultura, o como dice su autor, a la historia espiritual de España». Y así lo entendíamos todavía los estudiantes de aquella decrépita universidad de los años cincuenta, tan alejada de lo que pudiera entenderse como modernidad. En el primer prólogo a la edición española apunta Bataillon: «A uno de mis críticos, y probablemente a más de uno, le sorprendió que yo clasificara el tema del cuerpo místico como típicamente erasmiano o post-erasmiano en la espiritualidad del siglo XVI. Que procede en última instancia de San Pablo ¿quién lo duda? Al señalarlo como típico del paulinismo erasmista, lo hice con la duda de si habría otra fuente próxima desatendida por mí. Nadie, que yo sepa, la ha señalado hasta la fecha».
Que yo sepa no existe, en estos momentos, ni en el cristianismo ni fuera de él, figura semejante que haya logrado vertebrar una corriente paneuropea. Tal vez la Ilustración francesa o las grandes corrientes del siglo XIX, el marxismo y su vertiente anarquista, pudieran considerarse como el eje vertebrador de un pensamiento común y occidental. Pero a inicios del siglo XXI lo que podemos observar es un retorno a posiciones anteriormente calificadas como anacrónicas. Si el erasmismo se entendió como heterodoxo y renovador no sólo en el ámbito cristiano sino en el casi desconocido mundo de los no creyentes de entonces, hemos abandonado cualquier senda. En España, según estadísticas, se avizora el abandono más notable del espíritu religioso. Nuestro país, en sus diversas comunidades, resulta el más descreído, el más alejado de aquellas sustancias religiosas que ahora la extrema derecha pretende recobrar, las que fueron esencia del bando ganador de la guerra incivil que asoló nuestro siglo XX. No existe, sin embargo, una corriente espiritual que pretenda renovar la vida cotidiana, mucho menos la religiosa. No sólo en Latinoamérica puede percibirse el avance de ciertas corrientes protestantes que hacen retroceder al catolicismo importado de la España imperial. ¿Podríamos hoy evaluar algo semejante a aquella locura erasmiana que pretendía reformar la decadencia de un catolicismo preponderante? Su estela apenas duró un siglo, pero alcanzó hasta al Quijote cervantino. La sensación del hombre de hoy de que el tiempo fluye más aprisa que en etapas anteriores no deja de ser una mera impresión, porque en la mayor parte de la historia del hombre la sensación del tiempo viene aliada a nuestro paso por la vida.
No cabe duda, sin embargo, que nuestros días carecen de unidad espiritual e incluso de faros intelectuales que iluminen el camino que mal o bien andamos recorriendo. El humanismo de antaño ha sido debilitado por un cientifismo que está lejos de aquel deseo unificador que pretendían los filósofos del pasado siglo. Conviene admitir sin reparos que deambulamos por un caminos incógnitos dominados por una economía inspirada en el beneficio de los menos. Occidente dejó de inspirar otra larga marcha, aunque China podría dar lecciones de ello. Un sistema democrático harto deficiente puso los faros cortos a la mayoría de formaciones políticas, inspiradas en los respectivos sistemas electorales y el regreso a actitudes ultraconservadoras que mostraron en el paso su ineficacia no permite ir más allá de unos pocos años. Si la demografía fuera nuestra guía fundamental deberíamos suponer que Occidente, aunque se opongan a ello las fuerzas más conservadoras, se dirige hacia un mestizaje no deseado y, a más largo plazo, a decisiones que estarán en Asia o África. Pero ninguna corriente espiritual parece inspirar tales opciones, salvo la estabilidad económica de unos y la supervivencia, de momento, de otros. Estamos lejos de aquel siglo XVI que los ortodoxos observaban con reparo. Fue entonces cuando surgió la Contrarreforma y es ahora, en la decadencia de las sociedades del bienestar, cuando regresamos a las formulaciones más ortodoxas del capitalismo. La crisis económica, que despertó los demonios del capital, no ha finalizado todavía. Y hemos de pensar que tal vez permanezca junto a un trabajo inestable perpetuo para nuestros jóvenes y un salto atrás en la sociedad del bienestar. Nadie parece tener la palabra, a diferencia de los erasmistas. El elogio de la actual locura se inspira en la defensa de los capitales.
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