Opinión
La energía literaria
Releyendo unos papeles de lo que por aquí se llama debate y no es más que un choque de doctrinarismos, uno de los digamos polemistas se refería a lo que decía una historia de la literatura de bastantes años atrás sobre una de las obras de don Pedro Antonio de Alarcón, «El Niño de la Bola», y sobre el enfrentamiento general del escritor a casi todos los estereotipos sociales, y políticos de su tiempo.
A propósito de esta novela se decía que, «si no se sabe por a y por be, no se puede asegurar que fue escrita como obra antitética de ''Doña Perfecta''». Quizás, pero es claro que, en la novela, frente a todo el dogma literario que, como dice Knut Hamsun, obligaba a que los clérigos en literatura fueran siempre hipócritas, lascivos y prepotentes, Alarcón, saliéndose de ese manierismo liberal, nos muestra una figura al margen de esa dogmática literaria, y no diré que tan poderosa como la de don Abundio en «Los novios» de Manzoni, pero sí está claro que don Manuel Muley no pertenece al estereotipo que denunciaba Hamsun. Esta novela es la antítesis no sólo de «Doña Perfecta», sino la antítesis de los tipos de clérigos, en general, en la literatura moderna, y no sólo española, pero sobre todo española. Aunque la figura de don Manuel Muley parece haber recibido algún retoque en vistas a la aceptación por otros estereotipos del tiempo. Por ejemplo, procede de una familia pobrísima, no tiene ningún estudio y es todo un corazón de una gran bondad natural, y de una sencillez y hasta bonachonería popular, algo muy cercano a lo que el liberalismo llamaría «evangélico», y tenía y tiene un prestigio social: la estetización del pobre.
Pero es que, por otro lado, incluso si Galdós escoge para «Doña Perfecta» unos personajes que podían ser confundidos con personajes-tipo de la ideología del siglo, y esto conllevaba el peligro del panfleto, don Benito rompe esos personajes-marionetas y nos muestra unos personajes verdaderos que viven por sí mismos y nos hacen vivir con ellos, y nos dejan percibir que su enfrentamiento es irracional y no es personal suyo, sino estereotipo del tiempo.
Pero parece también que el ser civilizados, podríamos decir, ha sido un desvalor de otros escritores nuestros, y don Julio Cejador y Frauca, escribe sobre Gabriel Miró, por ejemplo, tras aludir a «La Voluntad» de Azorín, que Miró «es de los escritores a quienes por su afeminada educación a la francesa desalentaron los acontecimientos de 1898. Leída una de sus novelas queda uno desconsolado, desmayado: sale de ellas un vaho de desaliento maléfico y dañino. Nuestros escritores decadentes enflaquecen la fibra nacional en vez de vigorizarla y alentarla...¿No es hora ya de volver al realismo español y de esperanzar a la raza, dejándose los escritores de lloriqueos y de idealismos decadentes y ñoños? Los más así lo han entendido; Miró sigue atrasado, lloriqueando poéticamente».
¡Qué cosas! Pero yo mismo conocí a un profesor de literatura que aseguraba que los pesares españoles de los escritores del 98 eran solamente una forma de la clásica maledicencia española acerca del país, pero demasiado educada para ser una eficaz forma de patriotismo, y durante mucho tiempo se tuvo la idea de que toda expresión social, política o literaria que no era tremebunda, y no parecía llena de furia, no era atendible. Hubo incluso todo un tiempo literario en el que imperó un llamado «tremendismo» que se convirtió en pesa y medida de todo valor literario. Lo que me comentó largamente un día un lector de una gran editorial, mostrándome páginas inéditas de escritura «tremendista», especialmente escatológica y con palabras seleccionadas para insultos en la literatura de los bufones. Pero, como se ve, ahora es en el ámbito político en el que se ha refugiado el tremendismo, y el Parlamento parece el lugar de competición de lo tremendo; aunque, cuando se pretende ser tremendamente tremendos, sólo se consigue ser tremendamente necio. Hasta la palabra «traidor» ya no significa nada, excepto en Shakespeare.
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