Opinión
La diligencia
John Ford, genio del cine, rodó en 1939 un film titulado «La diligencia». En él, abría un carruaje de ese tipo y nos mostraba su interior en viaje. Allí encontrábamos una variedad de caracteres (el truhán desnortado, el estafador respetable, la chica de vida alegre, el joven en un mal paso...) que nos entregaban un retrato casi clásico de la condición humana.
No todos podemos ser John Ford, es evidente. Esta semana un fiscal en Cataluña se dedicó también a abrir diligencias con menos fortuna. En concreto las abrió judiciales contra un periodista admitiendo a trámite una denuncia de homofobia por usar en una columna la palabra «mariconazo». Me conseguí la columna rápidamente para leerla con atención y, para mi sorpresa, se comprobaba con facilidad al primer vistazo que el autor hacía uso de esa palabra en sentido irónico, poniendo énfasis precisamente en denostar la bajeza y populachería de ese tipo de lenguaje. El sentido de la columna era inequívoco; no hay nadie que intelectualmente pueda defender con éxito lo contrario, pero a pesar de ello apareció quien aseguraba sentirse ofendido por ese uso de las palabras. Hasta aquí, nada fuera de lo habitual en nuestros días, caracterizados por pensar muchos que el solo hecho de sentirse emocionalmente ofendidos ya significa que tienen la razón. Lo extravagante comienza cuando, a partir de esa ficción emocional, un colectivo que asegura defender a los supuestos ofendidos pone una denuncia por claras motivaciones políticas y un fiscal la acepta a pesar de que una simple lectura del texto muestra que no ha lugar.
La historia de la humanidad está llena de escritores perseguidos por la justicia, acusados de las cosas más peregrinas e inverosímiles supuestamente encontradas en sus textos. Flaubert lo supo. Pero ahora, con esta manera de abrir diligencias inversa a la de John Ford, se consigue también sin pretenderlo un efecto parecido al del genio del cine. Se muestra una diáfana descripción de diferentes grupos característicos de nuestro país: los torquemadas digitales, los resentidos ideológicos, los sectarios políticos. Pero, sobre todo y en primer lugar, queda retratado un grupo fundamental e inmenso: los que no saben leer.
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