Opinión

Madrid/Barcelona

En los años sesenta del postfranquismo con Franco en el poder y durante la Transición, Barcelona y Cataluña constituían una referencia en el ámbito español. Haber nacido o trabajar en Cataluña e incluso admitir hechos diferenciales no suponía rechazo, porque se admitía que, en diversos aspectos, se entendía próxima, aunque diferenciada, de un violento País Vasco, cercana a una Europa idealizada por unas libertades que añorábamos. Fuimos un falsificado oasis catalán con sus palmeras y pozos de aguas cristalinas. Madrid, nos ofrecía al tiempo un ejemplo de capitalidad, en la que la política, siempre clandestina, resultaba insustancial tema de conversación. La tópica frase de Manuel Vázquez Montalbán «contra Franco vivíamos mejor», una «boutade», claro, reflejaba cierto ambiente de cordial transversalidad que facilitaría más tarde los acuerdos de la Transición, no exentos de violencia y dificultades, aunque las relaciones intelectuales resultaran próximas y hasta cordiales. Aquellos encuentros de Sitges o Madrid suponían también un reencuentro, como lo fueron los poéticos de Salamanca en décadas anteriores. La transición se realizaba con una esperanza que hoy entendemos desmedida, frente al peligro real de un retorno al pasado que nadie deseaba. Hoy la situación ha cambiado radicalmente, porque, situados entre extremos, nos decantamos hacia el pesimismo. Mientras en aquellos años de esperanza Cataluña se identificaba con un catalanismo, respetuoso incluso con el bilingüismo y avanzábamos, a la par que los castellers, hacia un 92 que simbolizó la gran esperanza: los JJ.OO., la transformación de la ciudad que se descubrió en el Mediterráneo con urbanistas y Serrat, en tanto que una Sevilla ilusionante con su Expo situaba España en el mundo mundial. Fueron nostálgicos años de esperanza (cerrando los ojos ante la corrupción y otros desmadres que se desvelaron más tarde).

Habría que analizar con detalle, al margen de aquella posterior reforma del Estatut, del referéndum, de las mesas petitorias del PP (gran error) y de otros accidentes –las políticas educativas de Jordi Pujol no son ajenas al descalabro que advertimos en la vieja España siempre invertebrada– las razones que nos han conducido al via crucis que estamos atravesando y que ha conseguido dividir a Cataluña no sólo en dos mitades, sino en un abanico de alternativas indeseables. Estamos ahora frente a un independentismo que no se reconoce en el espejo de su propia historia y que se asemeja de algún modo a las añejas guerras carlistas que asolaron nuestro infeliz siglo XIX. Claro está que no vivimos una alternativa dinástica monárquica y no empuñamos armas que hoy carecerían de sentido, pero una vez más esta España nuestra, como se apunta de forma exageradamente optimista en una oportuna canción de la transición, se advierte fragmentada y hasta deformada, algo que tradujo el no muy progresista Valle Inclán en sus esperpentos. El pesimismo social que nos cae encima nos retrotrae a cierto 98, aunque el país no se corresponda a aquel período. Pero las heridas mal cerradas de la historia retornan con angustia en futuros más o menos cercanos. Europa vuelve a las ideas que parecían herrumbrosas y que el «invento» de la Unión creyó cerrar. El siglo XXI no se aleja, ni mucho menos, de una tradición que desde fines del XVIII entendimos como infalible progreso social. En nuestro tiempo los Continentes se mueven en direcciones distintas en tanto que naciones y nacionalismos deberían, como las banderas, abandonar su inútil carga patriótica.

Los países de la órbita mediterránea no disponen de una capitalidad esencial. Roma significa; pero Milán constituye su alternativa. Francia, centralizadora, convirtió París en capital indiscutible. El eje Madrid/Barcelona reproduce el modelo italiano, aunque las rivalidades en algo tan significativo hoy como el fútbol no decrecen, ni tienen por qué hacerlo. Pero el modelo deportivo se convirtió en otro mal ejemplo divisionario. No hay reconciliación entre aficiones y la alegría de unos no consiste tan solo en las victorias propias, sino en la derrota de los adversarios. De algún modo, el ya politizado Barça ha pasado a superar, por decantación política, una no velada oposición entre dos ciudades y comunidades que nadie se atreve siquiera a aproximar. La división de una Cataluña política, social e ideológica en casi dos mitades contribuye a acentuar el problema territorial de España entera y se advierte como al excusa de Vox. A los territorios tradicionales de Cataluña, País Vasco y Galicia (ésta con menor acritud) podemos observar hoy a Andalucía –peculiar nacionalismo de nuevo cuño– cuyos símbolos representan hacia el exterior el nacionalismo español que trata de identificarse con la más rancia tradición. Este país mal cosido –o remendado a medias– requiere sanadores que no se perciben o los hemos situado en una alejada fila. Recobrar el fraternal ensamblaje –con sus simbólicas y respetables diferencias entre Madrid y Barcelona– constituye empresa titánica. Los reencuentros nacen desde la intelectualidad. Pero, salvo excepciones, ésta permanece en silencio y hasta de espaldas incluso entre catalanes de lenguas diversas. Resultan ya inservibles aquellos puentes de Espriu y se advierten escasas posibilidades de encuentro, salvo en el ámbito del pesimismo compartido.