Opinión

A noventa

La cosa no es para extrañar, pero sí para meditar un poco. No hace tanto que «ir a noventa» o, «a noventa por hora» más concretamente, se utilizaba en el habla coloquial como un límite fantástico de velocidad alcanzable y el equivalente a los trescientos mil kilómetros por segundo de la velocidad de la luz y, de repente ahora, cuando se señala ese «a noventa» como velocidad máxima a la que debe ir un vehículo de motor por carretera, y tras haber conducido a ciento cincuenta kilómetros y bastantes más, nos parece uno de tantos famosos recortes que se dan en casi todos los planos de la realidad, menos en los impuestos.

Por lo pronto desde luego es de esperar que tal reducción de la velocidad se refleje en también la disminución de los accidentes, lo que es de primera importancia, pero también se teme que, por el camino que se va, dentro de poco habrá que hacer otro recorte de velocidad y llegaremos a aquellos atascos de los que hablaba Julio Cortázar en que se podían cumplir años y hacer nochebuenas en la carretera. Ya no se puede decir muy seguros que eso o lo otro no va a ocurrir, porque los últimos tiempos ha habido que desdecirse de muchas cosas que se nos decía que eran maravillas, aunque otras veces se ha perseverado en ello.

Un poco o un mucho de esto ha ocurrido con la división de la Historia en épocas, en la que la modernidad era la consumación o plenitud de la «edad de la razón» y de la democracia o libertad, pero en 1964 ya escuché en una conferencia en una universidad italiana una conferencia en la que una joven profesora ya hizo un réquiem por la famosa modernidad, mientras que a España todavía no había llegado, aunque llegó e invadió todo a una velocidad de viento huracanado que hizo sus destrozos por todas partes y me acuerdo de las vías del tren que se levantaron en muchas lugares, y no era difícil oír, a los y trabajadores mismos que lo estaban haciendo, decir entre bromas y veras que a lo mejor íbamos a echar de menos al tren cuando los coches ya comenzaran a no caber en las carreteras y vistos de lejos parecían una invasión de escarabajos con sus brillantes élitros al sol. Y el caso era que esto sucedía cuando se pensaba que los coches y camiones habían desterrado al tren como una reliquia de los tiempos románticos. Y, sean como sean las cosas, lo cierto era, y es, que la superioridad estética y literaria, a la vez que la simbólica del progreso del trabajo humanos se encarna en el tren, incluso si no se le señalan velocidades estúpidas como la de trescientos o quinientos kilómetros a la hora según ya están funcionando. Y les gusten o no estos trenes bólidos, que parecen como flechas eléctricos, quienes han visto aquellos extraordinarios trenes con sus ruedas negras, verdes y rojas, con el vapor que salía entre ellas y hacía chillar a la sirenas como melancólicos quejidos en la noche, los asientos tapizados y con puntillas, y hasta la dura madera de los bancos de tercera clase, ya no podrá olvidarlos. Y los más lujosos trenes y aviones de hoy, reservados a los más ricos, nunca podrán imitar a aquellos vagones-restaurantes, y mucho menos las maravillosas fondas de las estaciones nocturnas.

Es decir, las estaciones de cuando los viajes eran viajes y no mero transporte de maletas y seres humanos como momificados, a juzgar por lo silenciosos y atiesados que se presentan. Ya es muy difícil que coincidamos en un viaje con el príncipe Mischin o con Madame Marie Brizard como decía don Pedro Mourlane Michelena que había coincidido, porque esta era la aventura de los viajes, aunque el tren vaya a trescientos por hora y aquellos otros trenes fueran a menos de noventa, pero se podía ver un paisaje con figuras, y farolillos rojos como maravillosos Aldebaranes en la noche.