Opinión

Exigencias a los poderosos

Leí una nota de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España exigiendo al Gobierno de Venezuela del señor Nicolás Maduro que pusiera en libertad a tres periodistas detenidos, y ese mismo día leí en otra parte que los periodistas ya estaban en la calle, lo que nos llevaría a pensar, sin más, que la protesta contra la detención de los periodistas tuvo un efecto mágico y mucho mayor que el de otras peticiones, pero desgraciadamente estos asuntos ni son fáciles, ni claros, ni mecánicos.

Por lo pronto lo de «exigir» lo pusieron de moda los camaradas que trataron de evitar el fusilamiento del político comunista Ernst Thälman por parte de Hitler que le tuvo once años detenido, porque les pareció, con toda la razón, que pedir a Hitler cualquier cosa no tenía sentido, y lo de «exigir» estaba destinado a confortar a los partidarios de Thälman y a otorgarles la sensación de ser ellos mismos un poder dispuesto a llamar a Hitler de tú a tú, aunque desgraciadamente esto de «exigir» pronto se convertiría en un tópico para las protestas callejeras, y los manifiestos y declaraciones políticas que así quedaban banalizadas del todo, por terrible que fuera la realidad contra la que se protestaba.

Ya parece haber pasado el tiempo en que la simple mostración de una injusticia obligaba a liquidarla. Churchill decía que, para un gobierno era un verdadero problema ver a la buena gente en la calle protestando con justicia y pidiendo ésta bajo la niebla. por ejemplo. y pensaba que, si verdaderamente no se podía conceder lo que los manifestantes pedían, las autoridades deberían salir al balcón y explicar el asunto lo convenientemente clara y rápidamente para que las gentes no tuvieran que volver a casa medio heladas, y sin haber obtenido nada.

Y me parece que desgraciadamente Churchill sólo pensaba así si esa gente de la calle era del Reino Unido, pero de todas formas tenía razón, y de lo que dudo más es de si tener razón en estos asuntos políticos sirve para algo. La vida pública se ha tornado tan complicada, hosca e invivible, y hace cincuenta años que comenzaron a menudear gobiernos no ya intratables, sino sanguinarios y con éstos parece inútil toda otra postura que no sea más fuerte que la que ellos tienen, y que mostrar actitudes civilizadas equivale a hacerles cosquillas, o les tornan más fieros, aumentando su bruticie. Pero nunca se sabe, y, por ejemplo, tras tantas críticas frente a Pío XII por lo que se pensaba que habían sido sus incomprensibles silencios durante la atroz persecución nazi contra los judíos, después se ha aclarado que afortunadamente eso había ahorrado muchas vidas y a Pío XII se le dedicó un olivo en «El Jardín de los Justos» en Jerusalén.

Todo esto plantea al hombre corriente, que odia la tiranía y la injusticia, el casi irresoluble problema de lo que puede hacer, pero lo más trágico es, en este aspecto, que nosotros y quienes nos gobiernan hayamos perdido el sentido de lo justo e injusto y le hayamos sustituido por el de la preferencia de colores ideológicos y de partido. No necesitamos aclarar muchas profundidades políticas más: las víctimas son las que están ensangrentadas y, de ordinario también están silenciosas, porque a veces ni se quejan siquiera; los verdugos suelen hablar y escribir mucho y hacen mucho ruido de todas las maneras imaginables. Y, desde luego, en un momento de éxito de la que podríamos llamar «una cultura del prestigio de las víctimas», a los verdugos no podría faltarles este precioso disfraz.

Realmente la situación del hombre que trata de respetar la moral en una sociedad inmoral, tal y como y como planteó la cuestión el luterano Ronald Nieburg, nunca ha sido fácil, pero ahora en medio de una ingente cantidad de informaciones y ofertas de verdad hemos de aprender a distinguir si es la víctima quien se queja o es el verdugo quien la imita. Pero el daltonismo ideológico ante los hechos ayuda mucho.