Opinión

De la ley a la ley con el salto al vacío

«Va a pasar lo mismo si aplican el 155 o apliquen lo que apliquen», declaró Jordi Cuixart, presidente de Òmnium. Muy bien pero, ¿qué va a pasar? Pues nada. Un grano de sal. O de arena. Una hebra de pelo. O una mano sin dueño. En Cataluña, octubre de 2017, no pasó nada. Lo repiten los acusados. Algunos con más floritura. Encantados de probarse los ropajes de la lucha por los derechos civiles en EE UU. Por más que ignoran hasta qué punto los mandatos judiciales fueron esenciales en los avisperos de Mississippi, Georgia, Alabama... Frente a unos gobernadores abiertamente racistas y que amparados en la supuesta democracia popular y el mandato de la gente, y no digamos ya en las tradiciones como fuente de derecho, hacían el caldo gordo a las barbaridades del KKK y afines. Lo escribimos hace 24 horas y, en vista de las medias verónicas de Cuixart, hay que repetirlo: los presidentes de EE UU desplegaron fuerzas armadas para garantizar que los poderes locales no tirasen a la barbacoa las órdenes de los jueces. No quedó otra salida que contraponer poner coto, Guardia Nacional mediante, a unos tahúres crecidos en su agónico existencialismo. Enemistados con los principios más esenciales del parlamentarismo y la democracia representativa. Igual que en Cataluña. Que tiene a una parte de sus mandarines políticos delante de los ropones para explicar que «el sentimiento de autobierno» «forma parte genéticamente» de su grey. Oh. El sentimiento. De autogobierno. Genéticamente. Qué bonitas respuestas mientras invocamos la identidad cultural y/o el orgullo nacional como contraposición a los requerimientos de los jueces y/o las garantías constitucionales. Si total. Si como explicó luego la señora Carme Forcadell, a la sazón presidente del Parlament cuando fueron aprobadas las leyes de desconexión y etc., si allí, decíamos, nadie hizo nada y no hubo estrategia y todo fue mero formalismo, declaración retórica, pancarta política y mascarada. O en todo caso «el ejercicio más grande de desobediencia civil» en Europa (Cuixart dixit). Vale que la desobediencia bigger than life fue desplegada contra el ordenamiento constitucional de un Estado de Derecho y dirigida y jaleada por unos señores con 17.000 policías a su cargo y un presupuesto anual de más de 30 mil millones, incrustados en el gobierno local, que controlan desde décadas y, huelga repetirlo pero qué vas a hacer, mientras pasaban cantidad de la voluntad de más de la mitad del censo en Cataluña y, por supuesto, de la práctica totalidad del resto de españoles... descontadas las tribus afines y cuyos integrantes también disponen del sentimiento de autogobierno genéticamente acampado en las respectivas cadenas de ácido desoxirribonucleico. Resultó muy potito el instante en que una Forcadell conmovida explicó que respeta «muchísimo al Constitucional, pero el Gobierno español también ha desoído en numerosas ocasiones al TC en los últimos años, al igual que este excelentísimo tribunal, y seguro que en ningún momento han pretendido desobedecerle sino que han tenido que valorar bienes superiores». Ay, Carme. Sucede a menudo cuando colocas en un puesto institucional a una activista. Empieza por invocar los bienes superiores, destacados sobre el respeto a las normas, y acabas por pedir la abolición del parlamentarismo y abdicar de la separación de poderes. Como por otro lado apuntaron las leyes de transitoriedad. Que ponían y quitaban jueces a voluntad del fugado y sucesores. Caprichos absolutistas y coartadas plebiscitarias de quienes ni siquiera lucen el cuajo de acusarse por sus ideas y emplazar al juicio de la Historia. Propios de unos aprendices de brujo que en el otoño del 17 despertaron convencidos de que en la transición de la ley a ley bastaba con un salto al vacío y carita de no pasa nada.