Opinión

Hablemos, pues, del cuco

Por una vez hablemos del cuco, ese pajarraco que anuncia la primavera, ahora que florecen las urnas en España, aprovechando que da título a este rincón mío en el periódico. A estas alturas ya han abandonado los bosques ecuatoriales del África, donde invernan, y han recorrido la misma ruta que los emigrantes subsaharianos. El cuco va acomodándose ya en nuestros montes a la espera de poder ocultarse bajo las hojas nuevas. A mediados de abril, si no se tuerce el tiempo, cantará en las Tierras Altas y su monótono cu-cu alegrará el corazón de los campesinos que aún resistan en aquellos pueblos.

Se lo presento: Su nombre técnico es «cuculus canorus», mide unos treinta y dos centímetros, cabeza y dorso gris, pico fino, partes inferiores barradas, con manchas blancas en la cabeza. Cantan el macho y la hembra sin distinción de género. Su aspecto es más fiero que dulce. Parece un pájaro valiente y de cuidado. Astucia no le falta. La hembra vigila un amplio territorio observando los nidos en construcción en los que poner sus huevos. Pueden ser de cuervo, carricero, bisbita, chochín, petirrojo, lavandera..., lo mismo le da. Llega a poner doce o trece huevos, cada uno en un nido distinto. Su técnica es impecable: quita uno y pone el suyo para que no se note. Lo pone por la tarde aprovechando que las otras aves acostumbran a hacerlo por la mañana.

Este parasitismo ha dado al pobre cuco mala fama, que no está justificada. Se ha comprobado científicamente que los pollos de los cucos emiten una mezcla de pestilencias que alejan del nido a los depredadores. El parasitismo acaba en mutualismo. El nido en el que el cuco es inquilino está más seguro y prospera mejor. Como tantas leyendas negras –ahí está la de España y su colonización de América–, ya era hora de acabar con la del pájaro que anuncia la primavera. El cuco no es un parásito conservador; más bien tiene pinta de ácrata y antisistema: repudia la propiedad privada, es «okupa» y, a la vez, solitario. Se adapta a comer lo que le den –arañas, ciempiés, lombrices...–, depende de en qué nido nazca, vive en libertad sin ataduras familiares –ni siquiera conoce a sus padres– y canta para todos los habitantes del bosque. Su individualismo le aleja de los movimientos sociales, los bandos y los alborotos. Y emigra de noche, en solitario, guiado por una misteriosa brújula interior, siguiendo rigurosamente la ley de la Naturaleza. ¿Quiénes somos los humanos, que quebrantamos las leyes y destrozamos la Naturaleza, para pedirle cuentas?