Opinión

La soledad y los ancianos

La soledad de los ancianos se está convirtiendo en un problema social que se desborda en los países del mundo desarrollado. Gran Bretaña, que trata de huir como puede de la UE, pretende tomar alguna medida, no sé si eficaz, contra un problema que afecta ya a un 20% de la población española y todo hace prever que irá incrementándose en los próximos años. Los avances médicos y la disolución de la familia amplia se están convirtiendo en otro problema social. Pero la soledad no es únicamente un fruto de la ancianidad. Cantidad de jóvenes eligen vivir solos o en algunos casos en pisos compartidos, aunque se observe el fenómeno como un signo de libertad y hasta de modernidad. Muchos ancianos, por el contrario, resultan víctimas de la destrucción de la familia tradicional, aquella en la que abuelos, hijos y nietos convivían de forma habitual. Nunca llegué a conocer a mis abuelos, que murieron antes de que naciera, pero en cambio conviví con mi abuela paterna hasta su muerte, a la que asistí cuando apenas alcanzaba la hoy considerada mayoría de edad. En cierto modo fue también referente de mi infancia y, pese a las diferencias culturales, creo que algo de lo que soy procede de aquella anciana que enviudó con un hijo de tres años –mi padre– en una inclemente ciudad como Barcelona, salvo para la burguesía, muy a comienzos del siglo XX. Tuvo que pasar no sólo estrecheces económicas, sino una juventud dura (porque nunca pensó en volver a casarse) y logró darle oficio a su único hijo con el esfuerzo de su trabajo. Hacía gala de no lavarse el cabello, recogido en un moño, ya blanco cuando la conocí, aunque se pasaba cada día un peine de púas que lo mantenía impoluto y creo que nunca tuvo la sensación de desvalimiento como tantos ancianos de hoy. Tampoco llegó a cobrar la pensión que le correspondía, como aquel coronel de García Márquez.

Un porcentaje alto de la población, considerada todavía como fuerza laboral se lamenta de restar al margen del mercado. Un nuevo capitalismo arrastra hacia la desesperanza a grupos de trabajadores con experiencia que han superado tan sólo los cincuenta años. Cualquier joven inexperto y con suerte trata de reemplazarlos con sueldos que apenas alcanzan el mileurismo y contratos basura temporales. La avalancha de la nueva tecnología, que irá desplazando fuerza humana del ámbito laboral, no hará sino incrementar un fenómeno que los sociólogos han previsto y que los políticos no saben cómo atajar. El futuro, por consiguiente, se augura a base de familias nucleares, escasa natalidad, y ancianidad creciente gracias a los avances de la medicina, aunque no menos infeliz. Sin embargo, ocultan una fuerza de trabajo desaprovechada. Los hay que aspiran a prejubilaciones y otros hubieran preferido mantenerse en activo hasta más allá de los setenta, ofreciendo, al tiempo, su experiencia.

Pero la ordenación social que se nos ha dado no lo permite y echa por la borda lo que a todas luces habría de beneficiar al conjunto social. Los tiempos han dado la vuelta a muchas cosas, como el concepto, heredado de la vida rural, de las familias amplias, en las que la soledad resultaba un fenómeno y experiencia casi desconocidos. Pero la tendencia de abandonar a los ancianos a su suerte, a una vida solitaria o en todo caso a sobrevivir en asilos más o menos decentes resulta ya imparable. En Japón, antes tan respetuoso con sus ascendientes, se observa el fenómeno de que algunos de ellos realizan pequeños delitos para lograr entrar en la cárcel, donde reciben más atenciones y comparten soledades. Nuestra avanzada sociedad ha marginado el último tramo de la existencia de sus ciudadanos. Cuando llegan los períodos vacacionales, la situación se complica más, porque sus soledades se acentúan. No sé si entre los numerosos agobios que desvelan los gobiernos de hoy debería añadirse el interés por cuantos en años anteriores se esforzaron en mejorar unas condiciones sociales. Todo no puede reducirse, aunque resulten fundamentales, a las pensiones de jubilación, siempre en entredicho, clave de tantas preocupaciones. Tal vez, para mejorar el bienestar colectivo, convendría plantearse un problema -nada escapa a lo económico-, sin duda, con muchas aristas. Cabría abandonar cualquier rastro de lo que se entendió en el pasado como beneficencia y hasta caridad. Ésta ya no es, como lo fue, una sociedad mayoritariamente católica. En el pasado las iglesias -todavía hoy- fueron conscientes del problema humano, aunque tampoco lograran solucionarlo. Muchos de nuestros ancianos desembocan en una soledad no deseada, aunque irremediable y, en consecuencia, una tristeza que cabría solventar. Tal vez Papá Estado, que debería contar con mayores recursos económicos de quienes no contribuyen adecuadamente y con algo más de imaginación, podría cubrir unas necesidades que los estadounidenses ricos advirtieron hace años alrededor de las playas, aunque también en soledad, de Florida, estado parcialmente hispano, tan complejo, caótico y sugestivo como la vida misma.