Opinión

Cruzar el Ebro

Me aburro. Veo el debate a cuatro y me aburro. Los cuatro grandes, los cuatro magníficos, son buenos oradores. Conocen el percal. Manejan los tics, siguen las directrices de sus asesores y entonan con oficio. Pero la muerte del bipartidismo es el final de los debates. No hay posibilidad de vida inteligente cuando los candidatos dedican sus intervenciones a posar delante del espejo sin tiempo para que sus alocuciones sean rebatidas. Sus intervenciones por quesitos, troceadas, liofilizadas, plastificadas e inanes, te ahorran buscar los programas de los partidos en internet.

No es poca cosa tratándose de una sociedad alérgica a la lectura, aunque agradeceríamos que los dirigentes políticos nos tratasen como a gente alfabetizada. Las inflexiones de voz de Pedro Sánchez, que repite como un lorito «las derechas» como si hubiéramos vuelto a la campaña de 1936, sonaron impecablemente robóticas.

El muchacho sabe recitar, de eso no hay duda. Habría sido un animoso concejal de deportes, juventud y fiestas en un municipio de unos 2.000 habitantes. Resulta imposible escucharle sin escalofríos cuando piensas en ese 65% que al decir de Iceta sobrará para justificar un referéndum ilegal. Aparte, Pedro I el Candidato no es Pedro I el Presidente. El primero dice y hace cosas impensables para el segundo. Entre tanto Pablo Casado otea los nubarrones de la próxima crisis económica, repasa las catástrofes andaluzas y sortea como puede la sombra de Vox.

Eso sí, tiene complicado zafarse de la inanición de Rajoy en Cataluña al tiempo que reivindica las políticas de Rajoy en materia económica y etc. Albert Rivera, eterno aspirante, corre el serio peligro de acabar como el príncipe Carlos o, todavía peor, como esos nuevos prodigios cariocas que periódicamente desembarcan en el fútbol español desde Río para reencarnarse en astros que no pasarán del Castilla.

Una lástima. Porque tiene muchísima razón cuando explica que las aduanas territoriales, las añagazas identitarias y su traslación práctica, verbigracia las tarjetas sanitarias o el uso de las distintas lenguas como cortafuegos que impiden el libre acceso de los ciudadanos a una plaza pública, dinamitan el horizonte de la redistribución. Pablo Iglesias, lamentablemente, nunca logra que su evidente pericia dialéctica esté a la altura de un discurso y/o unas actuaciones que no provoquen vergüenza ajena.

Que a estas alturas sea incapaz de distinguir entre los artículos de la Constitución que obligan y aquellos otros que son aspiraciones y operan como desiderátum dice poco y mal del nivel de la universidad española.

Por no hablar de que le duele mucho España cuando escruta las estadísticas de pobreza pero le importa un bledo la igualdad jurídica y/o considera grandioso, o sea, grandilocuente, que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, que la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria, que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, que reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas o que el castellano es la lengua española oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Banalidades que no interesan a la mitad del arco parlamentario. Más preocupado por cruzar el Ebro, rum balabum balabum bam bam, que por salvar 1978.