Opinión

La lección del juez Marchena

A los fans del juez Marchena les suelen fascinar las lecciones prácticas de derecho procesal y penal que ha venido dando a todo lo largo del proceso en el Supremo, siempre encaminadas a resolver alguno de los problemas que han ido surgiendo en este tiempo. Como es natural, muchos de los que censuran la insurrección nacionalista aplauden al juez cuando corrige alguna «impertinencia», como dice a veces, de los abogados defensores. Otro tanto se podría decir en los casos, nada raros, en los que obliga a rectificar a la fiscalía, la abogacía del Estado o las acusaciones particulares. El juez Marchena es un hombre celoso de su imparcialidad.

Hay quien aprecia su humor, ese tono que combina con elegancia, autoridad, humor e ironía. Ha llevado a algunos periodistas extranjeros a descubrir que en España la justicia es, por lo menos a veces, independiente e incluso humana, como al parecer no pensaban que podía serlo. Nuca es tarde, se dirá.

A mí, que también me declaro fan del juez Marchena, lo que de verdad me fascina de su actuación es lo que a veces deja percibir su actitud, algo que podría definirse como una íntima satisfacción por el más que aceptable funcionamiento del tribunal y sobre todo por la forma en la que los participantes –miembros del tribunal, abogados y en particular testigos– se integran en una maquinaria tan sofisticada. Una mirada similar de satisfacción y curiosidad se percibe a veces en los fiscales. Ahora bien, en Manuel Marchena –en sus gestos, en su manera de escuchar, en las fórmulas de cortesía, incluso en los momentos en los que parece abstraerse en su ordenador– se concentra algo muy especial, algo así como la conciencia de que el juicio está mostrando que la forma más refinada y más alta de humanidad es aquella en la que triunfa la institución. No es que se imponga un molde artificial. Al contrario, lo que la institución permite es la realización de las virtualidades más nobles y más generosas del ser humano. Así iguala, por arriba, en la máximas exigencias profesionales y personales, a un cabo de un instituto armado y al presidente del Tribunal Supremo. Es la lección del juez Marchena. Una lección que debería servir también para lo que viene, en política, después de las elecciones.