Opinión
San Jorge y el dragón anticultural
Algo está pasando con San Jorge: el británico no sabe cómo practicar el Brexit y el catalán, el del libro y la rosa, llegó como de costumbre con la fina lluvia, escasa en el ámbito barcelonés, para coincidir en la Diada con un amplio reparto de rosas rojas, símbolo de amor, aunque envueltas en celofanes amarillos y banderolas, suma de símbolos. Menos controvertidas fueron las celebraciones de Aragón o de Castilla y León, ya que el mítico San Jorge cabalga por donde menos se le espera. Otra simbólica Cataluña sobrevoló en el primer debate. Faltó la mínima mención a la cultura, porque nuestros presidenciables dan la impresión de que ni la conocen, ni la defienden, aunque el Premio Cervantes se recogiera el pasado martes por parte de una mujer, Ida Vitale, que lo recibe en la juventud de los noventa y cinco años. En el segundo debate, a petición de la entrevistadora y antes del último minuto, dicen de oro, se aludió a la cultura en la que coincidieron: todos a favor. ¿De verdad alguien supone -contra lo que dicen los politólogos y periodistas al uso que existía un 40% de indecisos? ¿Que hay quienes, incluso, deciden su voto en los mismos locales electorales, un 10%? Supondría escasa confianza en el electorado, base de la democracia. Incluso de resultar cierto convendría redefinirla. Dudo mucho, aunque se diga, que quienes visionamos los debates televisivos superamos los sesenta años, porque la juventud se ha situado ya en otra onda. Pero los poco edificantes debates tampoco habrán servido para alterar el voto, ya que una mayoría de población joven –o no tan joven– abandonó ya el medio televisivo. La cultura no es tan sólo el mundo del libro, tal vez nostalgia. Ninguno de los candidatos había aludido al fermento cultural. ¿Será cierto que el número de lectores no supera siquiera a los autores? La fiesta de la rosa y de algunos libros cabalgó entre los dos insustanciales debates.
Los políticos iban preparados no sólo en palabras, ya conocidas y reiteradas, sino con fotografías o esquemas aparentemente más fiables, imágenes o iconos. Faltos de una oratoria, sustancial en otras etapas históricas, los temas cabalgaban tópicos de precampaña, sujetos al minutaje. Incluso el efectista silencio anaranjado de Albert Rivera sonó teatral. Pero los políticos en las elecciones y especialmente cuando faltan horas para saber qué decidirán los españoles ¿no se convierten en malos actores? Tampoco se menciona la cultura, que no debe reducirse a la humanística y tradicional, sino a su diversidad. Pese al gran respeto que merece la ciencia o la investigación, se empeñan en descartar cualquier elemento que no sea el k.o. mamporrero contra el adversario o enemigo acérrimo. ¿El insulto sustituye a la necesaria política de conciliación y pactos que observaremos tras las elecciones? Y, entre medio, Cervantes, día del libro y escasos superventas, porque también en este ámbito pueden advertirse las maniobras del consumismo. El mundo cultural, a su suerte, no forma parte del imaginario de quienes pretenden representar al conjunto de una sociedad, a la que se regatea cultura. Ésta se ha convertido en un peligroso dragón que conviene vencer, porque los electores no deben diferenciar con claridad las opciones que los magos elegibles les ofrecen.
Todo ello tiene que ver, cómo no, con aquella enseñanza que se menciona en alternativas de poco fiar. Mientras se insulta en los mítines y hasta en los platós televisivos, siguen huyendo nuestros jóvenes investigadores a geografías más atractivas, incluso para revertir los estudios que hemos subvencionado hasta convertirse en muy ilustrados camareros. Cultura es también dignidad nacional con o sin banderas. Votar conociendo las propuestas significa cultura, advertir algunas trampas programáticas que los partidos tratan de esconder, también. Si los británicos eligieron salir de la UE y ahora se lamentan, es porque pese a su tradición y una cultura mal entendida, democracia sin constitución escrita, aunque la más antigua de Europa, no lograron evitar engaños. Porque la cultura supone, además del libro, del arte, de la música, del progreso, intuir lo que se avecina, arte de vivir en armonía en comunidad, trasfondo de filosofía y moral, y decantación generacional. Ni los teléfonos móviles, ni cualquier tecnología renovadora al servicio de la propaganda y la información debería alterar la búsqueda de una justicia social más equilibrada.
Pero sin bases humanísticas y científicas –cada vez más reducidas–, sin un deseo de transformar una sociedad injusta, sin el respeto por la convivencia entre nacionalidades y regiones –según proclama la Constitución– o entre generaciones, sin más igualdad, menos trabas burocráticas y más fe en el hombre o la mujer, medida de todas las cosas, fruto de un reparto de las riquezas más justo, para qué papeletas. Recuerdo bien la muy feliz ocasión en la que logré votar en este país democratizado gracias al sacrificio de unos pocos y la muerte del dictador. Saber qué votar o no hacerlo, el próximo domingo, requiere cultura: vencer al dragón.
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