Opinión

El político

Tuve un catedrático cuando llegué a la todavía Facultad de Filosofía y Letras que se definía como un elefante con alma de mariposa y decidió dedicar su curso de Literatura Española del Siglo de Oro a la obra del jesuita Baltasar Gracián (nacido en Calatayud en 1601 y fallecido en Zaragoza en 1658). De hecho, dio sólo una clase anodina sobre el autor. El resto lo pasamos leyendo en voz alta los contados alumnos que asistíamos –y resistíamos– a leer en voz alta dos libros: «El discreto» (1646) y «El héroe» (1649) publicados en la benemérita colección Austral. El curso transcurrió sin comentario alguno del profesor, quien apuntó desde el primer día lo difícil que era leer a Gracián en voz alta. Así anduvo la Universidad a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. De aquellos barros quedan todavía algunos lodos. No recuerdo bien si llegamos a completar la lectura, pero siempre me interesó la obra de Gracián, tan difundida en la Alemania de ayer como poco leída en España, salvo escasos especialistas que se adentran en las sutilezas y la vastísima erudición prestada ya entonces del mundo clásico grecolatino, del que hemos desaprendido rápidamente. Si alguien tiene duda sobre la longitud de los títulos de los libros entienda que la novela-tratado principal de Gracián, dividida y publicada por separado en tres partes era «El Criticón: primera parte, en la primavera de la niñez y en el estío de la juventud»; «Segunda parte, juiciosa cortesana filosofía en el otoño de la varonil edad» y «Tercera, en el invierno de la vejez» (1653-58). Al margen de un interesante «Oráculo manual y arte de prudencia» (1669), repertorio de máximas y aforismos, se interesó asimismo por un tema que hoy se nos antoja, pasados los siglos, problemático y quebradizo como entonces, la figura y observación del político, entre otras obras menores. Gracián se centra en la figura de Fernando el Católico, con este breve título «El Político don Fernando el Católico» (1683).

Ya supongo que los de hoy, agobiados por los teléfonos y las reuniones no van a disponer de tiempo para adentrarse en lo que, imitando a Maquiavelo, observó en aquel personaje, sobre el que escribió el mejor tratado político en 1513, aunque se publicara en 1531, rodeado de peligros no tan distintos como los que acechan a los de hoy en activo. Sobre don Fernando apuntaba: «Fue era de políticos, y Fernando el catedrático de Prima. Digo político prudente, no político astuto, que es grande la diferencia». Tal vez los que ahora se encuentren debatiendo pactos deberían reflexionar sobre lo que el aragonés apreciaba: la diferencia entre prudencia y astucia, valorando la primera. No es que el político/ca presente características diferenciadas del resto de mortales. Pero su principal objetivo fue conducirnos hasta las urnas, tras habernos convertido también en político activo: echar una y no otra papeleta. Ahora llega la hora de la compleja tarea de decir que donde dije digo, quería decir Diego, pactos no siempre oscuros, aunque poco tengan que ver con programas, líneas rojas, transformadas en amarillas o verdes como convenga. A diferencia del optimismo-pesimista gracianesco no advertimos muy claramente que haya llegado la hora de políticos que vayan más allá de intentar resolver situaciones incómodas. No se ofrecieron perspectivas ilusionantes y el horizonte sigue siendo reducido.

Decía Gracián aludiendo a un pasado, que entendía glorioso, que «no tienen algunos por sabio sino al engañoso, y por más sabio al que más bien supo fingir, disimular, engañar, no advirtiendo que el castigo de los tales fue siempre perecer en el engaño». Se tenía en aquel siglo XVII que para oficiar en el ámbito de la política convenía ser sabio, cuando advertimos sin esfuerzo los disparates que deslizan en sus declaraciones algunas/os políticos incluso al borde del cargo. Pero el ejercicio del disimulo y el engaño se perpetúan. El político (aunque existan admirables excepciones) descalifica al adversario, dice y desdice y hasta se contradice. Tal vez la política y sus complementos se hayan transformado en nuestra era científica en especialistas preparados para llevarnos al huerto con facilidad. Hay también quienes han elegido una abstención respetable y democrática, porque puede serlo, para utilizar el silencio como arma arrojadiza. Ahora, el político –menos sabio que ayer– dispone de otras armas en su aventura. Nuestra sociedad es más compleja, pero el arte de convencer sigue siendo el mismo. Y la mentira sigue siendo mentira. Finalizamos nuestra reflexión cuando elegimos. En el tiempo de Gracián, el político podía ser príncipe y la corte le rodeaba de política cortesana. Se ha sustituido por el partido. Respetado, utilizado, vengador, posibilista, endiosado, complaciente, al político se le entiende como líder. Puede servirle lo que Grouxo Marx inmortalizó al asegurar que tenía ciertos principios, aunque, si no gustaban, podía ofrecer otros. Seguiremos con los pactos y con los políticos que desde los despachos decidirán en nuestro nombre. Tras ellos asoma quien en verdad decide, el inquietante poder económico: gran debilidad del sistema. Convendría durante el largo intermedio electoral reforzar instituciones democráticas ciudadanas, porque no todo consiste en votarlos.