Opinión

El pacto y su circunstancia

Tenemos a buena parte de los dirigentes políticos pendientes de cómo, cuando y por qué deben acordarse políticas para un mejor funcionamiento de las instituciones ciudadanas del país. Como durante el rodaje de los filmes, alguien debería declarar en voz alta el «Silencio, se pacta» para conseguir incrementar la pasión en un proceso alejado ya de la voluntad popular, en manos de quienes, mejor o peor, elegimos. No convendría estorbar a los que se ocuparán de nuestra felicidad colectiva, pese a que por el momento les observemos con ceño fruncido y hasta con amenazas de explorar diarios caminos, vetos cruzados y hasta multiplicados. En el bipartidismo apenas si se requería ingenio. El entonces vilipendiado y ajeno ejercicio, aunque ya se producía, se atribuía al mal entendido espíritu catalán, que venía de los años de Cambó, partidario de la concordia. Pero la historia de Cataluña resulta más belicosa que pactista. Jordi Pujol lo hizo a derecha e izquierda, cuando y donde fuera, incluso con las instituciones bancarias. El personaje, español del año, creía contener las esencias de un catalanismo que, programado desde la derecha, ha ido ensoberbeciéndose hasta decantarse en un soberanismo independentista que soportamos con escaso orgullo. Por ello, Ernest Maragall, candidato a la alcaldía de Barcelona, apartó ya a los herederos de aquel Molt Honorable casi fundador. Prefería acordar con Ada Colau que con sus hasta ahora inseparables socios en el Parlament. Pero nada está claro y la alcaldesa se muestra dubitativa cuando escribo estas líneas. Cualquier pacto tiene pros y contras y sus circunstancias, tiempos y modos. Tampoco es lo mismo pactar en Andalucía que en Navarra o en Baleares. Pero aquel desdén de antaño por el pactismo catalán lo han convertirlo en un carrusel al que los partidos tienden a sumarse según circunstancias y territorios.

Tal vez el único político heredero de aquel pactismo sin sangre –y ahora sin intereses aparentes– sea el ex-primer ministro francés Manuel Valls, dispuesto a entregar los escaños logrados a Ada Colau, mal menor, para frenar (todo tiene un precio, como se lo recordaban desde Junts X Si) al independentismo rampante. Cataluña será, pese a las buenas intenciones del presidente de Gobierno, todavía en funciones, decantado hacia el diálogo, la espina de nuestra robusta democracia. Pero los pactistas, sin rentabilidad a la vista, manifiestan dificultades enormes incluso en territorios acogedores y bañados por el Mediterráneo. Las Universidades y centros de investigación, antes punta de lanza, amenazan con cerrar determinados departamentos por su escasas dotaciones económicas, mientras se mantienen ayudas a determinadas organizaciones políticas calificadas como culturales. No logré ver en los programas electorales, salvo alusiones superfluas, intenciones de cierto calado, pese a disponer de un Ministerio de Ciencia. Pero los tam-tam de nuevas elecciones autonómicas en Cataluña están ya sonando. Cabe suponer que tan ilustre exiliado o fugado, aunque no menos Honorable, Carles Puigdemont, intentará colarse. Pero tendremos, tras el fin del proceso al «procès», variables múltiples, porque el soberanismo sigue elaborando alternativas de descontrol. Serán las circunstancias las que obligarán a marcar el paso. Ningún partido desea nuevas elecciones y aún menos Podemos. Perderían votantes dispuestos a huir en desbandada. Y Vox, ese partido que tanto recuerda al diccionario de latín que utilicé en el lejano Bachillerato, siete años para aprender mal una lengua muerta. Con tantas líneas rojas en el tablero como han trazado los partidos y tantas barreras higiénicas para no contaminarse, habrá que ir reptando sin abrasarse, tantos láseres cruzados sobre nuestras cabezas. Las confluencias de Podemos se dispersan, el PSOE, rejuvenecido en parte, ve frustrada su salida por la izquierda. Ciudadanos se ha convertido en clave que, de algún modo, nos retrotrae a los pasados tiempos del pujolismo, aunque no alcanza la generosidad de un Valls que estuvo entre ellos o tal vez siga, aunque no se sabe dónde situarse. A todo ello cabe preguntarse quién ganó las elecciones. Tal vez el voto ya no importe tanto.

Hemos complicado nuestras administraciones y ahora hasta La Línea quiere convertirse en ciudad autónoma como Ceuta o Melilla. Sí, el mundo está loco, loco, loco, tras el sheriff Trump irrumpiendo con planes comerciales bilaterales en la ya ridícula y costosa locura británica del Brexit. Es posible que nos encontremos en el mejor país del mundo, aunque no lo advirtamos. Nuestro presidente in pectore intentó convencernos de ello. Cae regularmente el paro, aunque los nuevos empleos sean mileuristas y jamás en forma de contratos estables, pero el Banco de España debería entonar el mea culpa. Este país está ya sujeto a indeseables cambios climáticos, pero será el problema de nuestros indefensos nietos. Las libertades se garantizan gracias a una moderna, aunque mejorable Constitución. Nuestra política internacional deja mucho que desear y poco puede decirse del aparato judicial, salvo que han logrado inventar un eufemismo a la cadena perpetua. En mala hora se le ocurrió a don Jorge Guillén escribir aquel verso, del que se arrepintió: «el mundo está bien hecho».