Opinión

Inquisiciones y gasparitos

Hay un par de formulaciones inquisitoriales especialmente inconcretas y difusas que inesperadamente podemos decir que perviven no en formulaciones jurídicas, claro está, sino en formulaciones políticas especialmente doctrinarias y totalitarias que quieren pasar, y pasan por democráticas. Y, de hecho, son el instrumento más perfecto de construcción de estereotipos sociales para liquidar con ellos la libertad personal y levantar una sociedad demagógica y del pensamiento único.

Las fórmulas inquisitoriales tendentes a generar esa situación equiparando su contenido con la herejía eran las «proposiciones que saben a herejía» y las «proposiciones que pueden ofender los oídos piadosos»; es decir, expresiones habladas o escritas que podían ser interpretadas de la manera que se deseara, porque no tienen racionalidad en sí mismas, ya que «sabor de un decir» y «contenido de lo oído» son algo difuso y subjetivo, que funciona como un «quid pro quo», equívoco o ambigüedad, como en el caso del Maestro fray Luis de León que en un banquete de boda rechazó un servicio de vino diciendo «vino no» y a esto se lo retorció lo suficiente para que significase que había negado la venida del Mesías, delatando de este modo su condición de falso converso y judío verdadero. O, como en el otro asunto de las monjas del monasterio de Belén en Valladolid, que posiblemente no eran más que devotas lectoras de San Pablo pero fueron tenidas como presuntas luteranas y algunas de ellas perdieron por ello la vida, aprovechando que el Pisuerga pasaba por la ciudad y los intereses españoles en Alemania eran atacados por los príncipes luteranos. Y no digamos nada lo que le podía ocurrir a quien, ya exhausto, interrumpía su aplauso al señor Stalin antes que los demás, o se arriesgaba a decir que en USA había más cosas en un solo comercio que en toda la URSS, porque esto le convertía automáticamente en un traidor al país o peligroso espía fascista. Esto es, en lo que el régimen político y el estereotipo de la mayoría definían como un ciudadano detestable o sospechoso.

Las democracias o regímenes de libertad se basan en la ley y en que se puede tener cualquier idea o sentimiento pero nadie, individuo o colectividad, tiene derecho a imponerlo a los demás, ni obligar a aceptarlo, ni a señalar geografías o zonas del pensar ortodoxas o no, ni a convertirse en intérprete y gendarme del territorio del pensar o actuar polítiosa porque eso es asunto de la ley, y no queda a juicio ni sensibilidad de los particulares.

La desgracia de nuestro país es que, hasta la Constitución de 1978, todas las constituciones españolas fueron del tipo que, según Kolakowsky, le gusta al Diablo porque fueron constituciones de partido o doctrina, y ya en su ideología llevaban en sí mismas su propia destrucción. Y por esto, pongamos por caso, Baltasarito el hijo de la patrona madrileña que George Borrow, el vendedor inglés de biblias tenía en Madrid, encontraba tan difícil ser liberal si no aplicaba la estaca a un realista con el que se encontrara en el Prado, porque el realista no había querido la constitución. Baltasarito no podía comprender, entonces, que gente así anduviera tan tranquila por la calle. Y parece que una serie no pequeña de españoles tampoco lo comprenden, y probablemente por eso encuentran a la constitución de 1978 un tanto desfasada porque lo está en el plano de algunos gustos organizativos y preferencias auditivas de esos críticos, que no han entendido que democracia y vigencia del Estado de Derecho no significa nada más, pero nada menos, que la ley –la constitución–, está por encima del Estado y garantiza incluso contra él mismo la libertad de los ciudadanos.

Y esto quiere decir también que nadie es quien, en una democracia, para emplear fórmulas de privilegio respecto a algunos ciudadanos más democráticos que la misma democracia, ni tampoco fórmulas de «apartheid» o rechazo o en nombre de malos sabores e hirientes expresiones para oídos hiperdemocráticos. Estas son, simplemente, perversas prácticas inquisitoriales y totalitarias.