Opinión

En el paraíso

Tal vez ni ustedes ni yo seamos conscientes de vivir en algo semejante a un paraíso, ámbito tan improbable como utópico. Sin embargo, preferimos entenderlo así, pese a la supervivencia de muchos pobres y tantos al filo de la supervivencia. Nuestras más que probables desgracias habitan en un mundo entendido como primero, blanco por lo general. Se nos dice que disfrutamos del estado de bienestar, incluso votamos –aunque a lo que se ve con escasos resultados operativos–, disfrutamos de seguridad social y cada verano soportamos el calor, lejos todavía del tropical con el que se castigará a nuestros nietos. Es lógico, pues, que vecinos más o menos próximos, ante la intuición de tanta felicidad, pretendan arriesgar su vida y acceder a este benéfico territorio. No importa el Mediterráneo, antes mar de mares y de culturas, hoy cementerio de quienes pretenden acceder nada menos que a la felicidad. Haremos todo lo posible para que ello no suceda. Italia, la renacentista, la luz que nos iluminara en pasados siglos, se ha convertido en el baluarte que defiende cualquier acceso a este paraíso entrevisto por los africanos. Decidió, europea y decadente, una política, defendiendo que era preferible que el mar sepultara a los audaces y que la tierra italiana resultara inaccesible, porque el paraíso debería reservarse a elegidos, pocos y a poder ser con euros a la vista. Pero los auténticos europeos decrecen y faltarán trabajadores más o menos ilustrados ya en un próximo futuro para lograr mantener una situación que se antoja paradisíaca. Habrá que abrir las compuertas de la imparable inmigración, si alcanzamos a llegar al incierto futuro.

Pero el paraíso se acentúa, a lo que parece, en los EE.UU. Anteriores presidentes se relajaron y la frontera del Sur, con México, sigue siendo con la avalancha de América Latina al fondo, demasiado permeable y Trump, defensor del supremacismo blanco, se propuso dos objetivos para atajarla: cerrar la frontera mexicana (lo folklórico era la gran valla que habría de sufragar México) y, a la vez, expulsar del paraíso a tanto infiel étnico como se habría colado y hasta establecido. El significativo 4 de julio, ayer para ser precisos, se emprendería la gran cacería que acabaría con la expulsión de los sin papeles. Hasta ahora la separación de los niños de sus padres, las impresentables condiciones en las que los inmigrantes han estado viviendo, la muerte, incluso, al atravesar Río Grande, un riachuelo comparado con nuestro mar de la gran cultura, el Mediterráneo de la inmigración, no parece suficiente. Morir por buscarse la vida, incluso en edades tan primarias, parece el precio equitativo para acceder y, más tarde, ser devuelto, desraizado de nuevo, a orígenes que, no sin dolor, se lograron abandonar. Por otra parte, la población hispana es prolífica. Esos nuevos estadounidenses, que fueron tan necesarios en la guerra de Vietnam, hoy se han convertido en un estorbo que invade poco a poco no sólo la limpieza étnica, sino las características de un poder que defiende sus identidades de acarreo e incluso otra lengua. El español avanza gracias a la demografía, en tanto que el inglés se defiende, incapaz de frenar, pese a su expansión, el temido e indeseado bilingüismo.

La expulsión de los sin papeles, aunque los hijos hayan nacido en los EE.UU., las quiebras familiares que se producirán, el papel de un México ocasionalmente de izquierdas ante un fenómeno global latino, coincide con la desidia con la que la UE se cierra al fenómeno, sin atender a las peticiones de ayuda de los países pobres subsaharianos. Europa manifiesta un cierto repelús ante lo africano, lo que nos resulta más próximo, nuestros propios y lejanos antecedentes, aunque nos diferencien escalas de color en la piel, la educación, el papel en el mundo y cuestiones que se nos antojan obscenas. Cabe admitir que nuestra burbuja parece suficiente y que somos conscientes de que necesitaremos en un futuro próximo el apoyo de quienes llegarán de lejos. Hemos optado por los países, a los que calificamos como hermanos, con quienes nos une más de lo que nos diferencia. Huimos de este modo de una inmigración no clasificada ni elegida. Llegarán y se aclimatarán más fácilmente que los africanos, salvo marroquíes y cuantos presenten una cuenta bancaria suficiente. Este mundo puede entenderse como ancho, aunque de ningún modo ajeno. Lo deseamos bien estructurado, en sociedades de clase, orgánico y paradisíaco a ojos ajenos. Cada país, cada bloque sabe de sus miserias, sus complejos y angustias. La estatua de la Libertad, a la entrada de Nueva York, se ha transformado en una antigualla, apenas si tiene que ver con aquellos necesarios brazos abiertos del pasado. Una nueva tecnología nos ofrece más eficaces medios de control, fórmulas represivas. El primer mundo –por calificarlo de algún modo– se defiende contra la inevitable invasión. Trump eligió el 4 de julio para iniciar, habrá que verlo, una gigantesca expulsión si le dejan. Nos descubrimos extraños en este paraíso.