Opinión
Máscaras
Me han conmovido las confesiones del fallecido Eduardo Gómez, el inolvidable «Mariano» de la serie «La que se avecina». El simpatiquísimo actor padeció mucho su fealdad. El verano nos apea de los afeites sociales, y así, en alpargatas, parece que nos acerca a la cara más pura de las cosas. Su mujer lo abandonó con un bebé, Héctor, y, hasta que se hizo famoso con la serie, revelaba con humor que «no se comió ni un rosco». Después, llegó a tener una pareja durante siete años, una Jessica que lo abandonó, según él porque no estaba preparada para las críticas sociales por la gran diferencia de edad. «Íbamos por la calle y me decían si era mi hija. Yo contestaba que no, que era mi nieta», se reía.
Los gordos y los feos –supongo que también ciertos discapacitados– llevan una cruz. Tengo un amigo escritor cuya historia me fascina. No se ligaba un colín de chico, allá en su pueblo, así que pasó la adolescencia leyendo a los clásicos. Cambió de ciudad y sobrevivió a base de bocadillos de sardinas, escribiendo con fiereza sin cesar. Acabó despegando, en un triunfo hercúleo y se lanzó al estrellato literario. Volvió entonces al pueblo aquel, eligió la más hermosa de las compañeras de clase de su infancia (se lo rifaban, ahora) y se casó con ella. Mi amigo dice que le debe mucho a la obesidad, porque de otro modo no hubiese podido enfocar su determinación con tanto éxito.
Todos llevamos un pato feo dentro, pero es verdad que algunos también lo llevan por fuera. En esta época en que se respeta que las personas no acepten el sexo que les ha dado la naturaleza, y donde se aplaude que Pepe sea Pepa, porque se siente encerrada en un «cuerpo que no es el suyo», a los gordos y a los feos se los condena al ostracismo en su propio cuerpo. Los integrantes de «The Mamas & the Papas» estuvieron rechazando durante años a la extraordinaria vocalista Cass Elliot, por su sobrepeso, hasta que integrarla fue una de las claves del despegue del grupo. Elliot tuvo después una brillante carrera individual, pero nunca superó el infierno de la adicción a la comida. En 1974 murió de un paro cardíaco, con un sándwich a medio comer en la mesilla. Tenía 32 años.
No voy a emprender aquí un canto a la necesidad de amar los corazones en lugar de los cuerpos. Tampoco reiterar aquello de que todo el gigantesco esfuerzo humano oculta sólo el deseo de ser amado. Me basta, en la muerte de Eduardo Gómez, dolerme de su dolor y pedir que triunfe en el cielo delante de ojos más transparentes.
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