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Opinión

Betún

Que un Primer Ministro de nación tan civilizada, libre y correcta como es Canadá, a punto del llanto, del sollozo y el zollipo, se vea obligado a pedir perdón por una fotografía de veinte años atrás disfrazado de Aladino y con el rostro ennegrecido por un pase de betún, se me antoja de una ridiculez suprema. El problema nada tiene que ver con el racismo. Lo que no es admisible es que un tipo al que le gusta disfrazarse termine siendo Primer Ministro. El disfraz es el inconveniente, no su sentido. Hombre que se disfraza en serio o mujer que haga lo mismo, están desautorizados de por vida no sólo a pretender un alto cargo político, sino a intentar presidir la comunidad de propietarios del inmueble en el que habitan. En las Cabalgatas de Reyes, muchos son los concejales de derechas, centro, izquierdas y ultraizquierdas, que se han tiznado el rostro con betún para adaptarse a la imagen que tienen los niños de Baltasar, el Mago de Oriente del que se dice que era más negro que un teléfono de pared de los años cincuenta del pasado siglo. El delito social no radica en el uso del betún, sino en el hecho de disfrazarse. Melchor y Gaspar son tan culpables como Baltasar por intervenir disfrazados en las Cabalgatas. El proceder imperdonable de Trudeau no se origina en el betún, sino en el lamentable hecho de que le divierta un disfraz. Tan majadero es el que se disfraza de Aladino, como el que lo hace de pierrot, de berebere, de quesero holandés, de mujer tetuda o de Caperucita Roja. Todo aquel ser humano que considere divertida la desagradable acción de disfrazarse, carece de fundamentos esenciales para acceder a cargos de rango medio en la Administración. Existen excepciones de disfraces involuntarios. Por ejemplo, el futbolista Ramos, que se viste con pretensión de parecer elegante, y supera con creces el disfraz de Aladino.

En mis tiempos juveniles, que los superé, se organizaban fiestas de disfraces. Ridículas reuniones. El que escribe, acudía a las fiestas carnavaleras disfrazado de Judoka del Pireo. Camisa, corbata, pantalón oscuro, la zamarra blanca de judo con cinturón naranja, un gorrillo griego, y la chaqueta del traje plegada en un brazo. De tal modo, que a los cinco minutos de llegar a la fiesta me quitaba la incómoda prenda judoka, prescindía del gorro griego, me ponía la chaqueta y todos los disfrazados me envidiaban, con especial rencor los que acudían vestidos de Luis XIV, que eran más o menos una decena de tontos por cada fiesta. Foxá se presentó en una fiesta de disfraces organizada por Edgar Neville con chaqueta y corbata, eso sí, con la tela del traje manchada, grasienta y con lamparones, como era su costumbre. Le dijo a Edgar que acudía vestido de queso manchego. Y en esa misma fiesta, la más esbelta de mis tías, se presentó disfrazada de sirena, muy apretada ella, con sus escamas y su cola de lubina del norte. Experimentó por las apreturas un vahído, un leve desmayo, y Edgar contempló desde su sillón los movimientos de su marido y otros amigos para reanimarla. Y como iba de sirena, ordenó con tono imperativo: ¡Avisad inmediatamente a las Pescaderías Coruñesas!

Disfrazarse es como poco, una tontería. Pero no se llora por haber caído en la estupidez veinte años más tarde del tropezón. No se pide perdón por embetunarse para simular la negrura facial del personaje que se emula. Se pide perdón por disfrazarse y permitir ser fotografiado con una sonrisa picaruela. Lo del disfraz es peligroso porque además de retar al buen gusto y la normal armonía, incita a la confusión. Por ejemplo, los católicos del mundo tenemos en la actualidad un Papa que va mal disfrazado de Papa, y nos produce desasosiego. Pero no pide perdón por ello, y ese detalle es digno de elogio desmedido.

Nada hay de racismo, desprecio por una raza o atentado contra lo políticamente correcto por disfrazarse de Aladino y ennegrecer el rostro con betún. El que lo hace no está obligado a disculparse. Bastante tiene con sobrellevar su ridículo.