Opinión
«No más errores»
La abierta rebeldía de la Generalidad de Cataluña, contra el Estado español, nos hace asistir a un espectáculo más triste que el de la misma rebeldía; el de la indiferencia, en cierta medida, del resto de España. Una actitud agravada por la traición de los partidos que han pospuesto la dignidad de España a sus intereses políticos. Estas palabras, viejas de más de ochenta años, y actuales a la vez, aunque duras, constituyen un diagnóstico claro de la realidad. Podremos matizar el grado de insensibilidad de buena parte de los españoles, ante este asunto trascendental; y cargar mayor responsabilidad, a tal o cual partido, pero lo que acabamos de señalar es desgraciadamente cierto.
Conviene buscar los factores de esta situación, al margen de si un día nos llega la declaración desafiante e insultante del Puigdemont, el Torra, el Torrent ... o cualquier otro sujeto del mismo o parecido pelaje; o bien se toman un pequeño respiro hasta la siguiente manifestación del desvarío independentista. También a este respecto la respuesta es sencilla, no es preciso descubrir nada nuevo. Se trata de la responsabilidad correspondiente a la dejación culpable de sus obligaciones por quienes han estado al cargo de las instituciones, nacionales y autonómicas; en este último caso de Cataluña, desde hace al menos un cuarto de siglo. La tolerancia cómplice de unos y el chantaje de otros, han venido siendo dos fenómenos interrelacionados, alimentándose recíprocamente. Así hasta hoy.
La condescendencia y no digamos la negociación con quienes recurren a un conjunto de actuaciones, al margen de la ley, tratando de imponer a los demás lo que entienden como su libertad y sus derechos, es un aberración moral. Una forma especialmente grave de corrupción que se oculta, casi siempre, como escribía Shakespeare, con los barnices pálidos de la prudencia. Resulta además contraproducente en todos los sentidos, pues alienta el atrevimiento de quienes llaman constantemente a la confrontación y, se sienten de esta forma legitimados al menos, parcialmente. Entre tanto esa misma conducta genera desaliento, desorientación y, lo que es peor, hastío, entre aquellos que padecen el hostigamiento cotidiano.
Error tras error, sobre la contumaz ambición partidista, han ido arruinando la esperanza de muchos, tras el raído harapo del miedo, en palabras de Bousoño. Mientras han crecido cuantitativamente los retos del separatismo y se perfila un salto cualitativo en el empleo de sus medios. ¿Vamos camino del terrorismo? Ojalá no, pero eso parece. Y cuando la acción policial descubre a quienes pretenden llevar a cabo esta clase de comportamientos criminales, los personajes indecentes que han ido creando el caldo de cultivo para ello, justifican a los detenidos. Tales miserables tratan de encubrir los efectos más perversos de tan atroz delito, bajo el eufemismo de «daños colaterales». A pesar de ello no es posible ocultar que el terrorismo es la quintaesencia del mal, entendido éste como la privación del bien. Particularmente cuando acaba ocasionando la pérdida de vidas humanas. No cabe mayor vesania.
Se acercan días complicados. La publicación de la sentencia del tribunal que ha juzgado a los acusados por su participación en los sucesos del 1 de octubre de 2017 será una prueba importante. Frente a los que piden una condena «dura» o a los que, en el otro extremo, amenazan con una «respuesta contundente» ante cualquier decisión condenatoria, solo cabe confiar en una decisión justa, acorde a derecho, y el cumplimiento de la misma. En esta coyuntura invocaría los versos de Dante. Para los que pretenden torcer el brazo de la justicia «lasciate ogni speranza» y para aquellos que deben hacer cumplir las disposiciones de los jueces, «conviene desprenderse de toda cobardía», incluso ante las mayores amenazas.
El temor no es bueno, pero si alguien debe tenerlo son aquellos que contravienen la ley, aunque lo encubran bajo el discurso torticero de una invocación a la democracia, que en ningún momento puede encubrir la conculcación de la norma común establecida democráticamente, y por tanto el derecho de los otros. Algo evidente, por mucho que la despreocupación de las instituciones estatales, haya acarreado la pérdida de la capital batalla del lenguaje.
El discurso valiente y comprometido de S.M. Felipe VI, hace ahora dos años, poniendo de manifiesto la obligación de las instituciones de garantizar el Estado de Derecho y el respeto a la Constitución, fue un claro ejemplo de lo que se debe hacer. Al escuchar sus palabras se produjo una sensación de confianza, entre la mayoría de los ciudadanos de toda España y la irritación de quienes, por una vez, tomaron conciencia de que había un límite claro a sus maniobras. Llega la ocasión de hacer que lo que debería ser normal, en cualquier democracia, sea simplemente algo normal.
Nadie puede estar por encima de la ley. Su cumplimiento, no su desobediencia, debe convertirse en habitual. Ningún pretexto apoyado en la manipulación de la realidad puede evitar la aplicación de los preceptos legales. No más errores. A partir de ahí diálogo, con quienes quieran dialogar dentro de los límites constitucionales; reformas, por el procedimiento previsto si fueran necesarias, y acordadas por quienes tienen la potestad de hacerlo; transparencia sin titubeos.
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