Opinión

Comunicación y cultura de masas

Las relaciones entre periodismo y cultura, para ceñirme al más clásico y primero de los problemas de comunicación de masas, han sido equívocas desde el principio y siguen planteando interrogaciones. ¿Ha servido realmente el periodismo como vehículo de cultura? ¿Puede llegar la cultura por medio del periódico a las grandes masas, o es una desviación y una desvirtuación de esa cultura y en último término, una subcultura, lo único que el periódico puede hacer llegar a un lector? ¿Acaso la esencia misma de la comunicación periodística no es la de ser global, superficial, ligera, aproblemática y, por lo tanto, muy distinta de la comunicación estrictamente cultural?

Los temores de Sören Kierkegaard, que vio en el naciente periodismo de su época la muerte de la cultura a manos precisamente de su expresión truncada, masiva y popular, es decir, a través de los periódicos, han tenido desde luego harta confirmación.

Se ha enfatizado siempre un poco lo verdaderamente singular del hecho de una comunicación que sólo va en un sentido: de emisor a receptor, sin que de éste se espere otra cosa que una mera recepción, o, en cualquier caso, una reacción intelectual y sentimental, y una eventual modificación de actitud o conducta. Pero los medios se resienten por su misma naturaleza, del mismo finalismo que los productos «standard»; esto es que, para que se acepten masivamente, tienen que compartir y halagar los estereotipos mentales y los valores sociales impuestos a las masas, o simular por lo menos que los aceptan Es decir, los estereotipos y valores de la llamada mentalidad moderna ante la que, como es lógico, hace ya más de cincuenta años se maravillaba Bertrand Rusell. A saber «la convicción de que la moda por sí sola debe dominar la opinión posee grandes ventajas. Hace innecesario el pensamiento, y pone la más alta inteligencia al alcance de cualquiera». Y hasta el principio de contradicción desaparece, porque ya no existen apelaciones racionales.

Así resulta que, en el espacio de una sola semana, los medios pueden informarnos perentoriamente, y siempre con la misma contundencia y seriedad, de que las centrales nucleares son peligrosas y no son peligrosas, imprescindibles o perfectamente prescindibles, y cada una de estas veces la información irá avalada por la sacramental palabra de un experto en la cuestión, porque el experto es quien define la realidad en nuestro mundo tecnológico, como lo prueba sin ir más allá el hecho, por ejemplo, de que, ya en 1973, un laboratorio norteamericano gastase cincuenta mil dólares para descubrir que el mejor cebo para los ratones es el queso, o que se haya dictaminado también científicamente, no hace mucho, que la leche materna es más nutritiva para el bebé que cualquier preparado comercial, o que el jugo exprimido directamente de las naranjas es más completo desde el punto de vista nutricional que el que se comercializa enlatado. Así que era irrelevante que todo esto se supiera por simple razonamiento, y nuestra propia experiencia nos lo dijera desde siempre; era necesario que el juicio de un experto nos lo confirmase; todo lo cual significa que la realidad no es la realidad, sino la realidad representada por los expertos y servida por los medios, y que nuestra experiencia y nuestros juicios personales no sirven para nada. Así que el receptor de todos estos mensajes queda sumido en la desorientación y el desconcierto, primero; y, luego, en un estado de pasividad total muy cercano a la hipnosis, y éste es el momento en el que aceptará cuanto se le diga y se le ofrezca.

Pero, como decía más arriba, los mismos medios, condicionados por los valores en curso de los ambientes en que han de comunicar sus mensajes, con frecuencia son dramáticamente conscientes de que la realidad verdadera no pasa, y no puede pasar por ellos; es decir, de que los mensajes más serios y humanizadores, los de cierta complejidad intelectual y profundidad moral, no son aptos para pasar por los medios, impedidos, para «más inri», por sus propias destinatarios.