Opinión

Ilusiones hasta políticas

Siempre me consideré crítico de mi propia poesía, aunque deseara que fuera mi destino. No es que corran ahora peores tiempos para la lírica. Malos y peores para quienes en esta quebrada tierra catalana escribimos en español, repudiados hasta por antiguos compañeros de letras, aunque algunos estimemos que las lenguas, en convivencia durante siglos, nunca separan, sino que enriquecen. Ya no quedan ni colecciones de poesía en castellano en la que se vanagloria de ser aún la capital editorial de España. Apenas si existe poesía a la vista en las cada vez más escasas librerías. Se nos escapa la lírica. No hay instituciones que alberguen ya tales inquietudes. Cuando me planteé la improbable recuperación de las ilusiones incluso las nunca olvidadas, me vino a la cabeza aquel libro del poeta valenciano Juan Gil-Albert, que publiqué en 1972, en la barcelonesa colección de poesía Ocnos que dirigí, una antología, «Fuentes de la constancia», que seleccioné entre el desbordante material que me había llegado. Tras su exilio resultaba un poeta casi desconocido. Su tercer libro en Ocnos fue «Las Ilusiones con los poemas de El Convaleciente», febrero de 1975. Pero rebuscando en el pequeño volumen no he descubierto texto alguno que tuviera que ver con las ilusiones de aquel «fatigado dueño de las cosas». Gil-Albert probablemente desconfiara, aunque pretendiera mantener ilusiones que nos sobrevuelan y pocas veces logramos alcanzar. En el «Diccionario de la lengua española» de la RAE hay que acudir a su segunda acepción para descubrir que la ilusión es «una esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo». Descubrimos en el redactor una relativa desconfianza sobre las ilusiones que no dejan de «parecer» –elemento subjetivo e incierto– fruto de una realidad más convincente. Nos hacemos ilusiones sobre lo que ha de llegar, aunque desconfiemos. La ilusión, por tanto, es una dudosa expectativa, semejante a la esperanza, alejada de una realidad que deseamos.
El concepto de «ilusión» fue también trasladado al mundo de las ideas políticas por Raymond Geuss en su libro «Historia e ilusión en la política» cuyo subtítulo resulta más explícito: «Libertad, violencia, tolerancia, coerción. Las contradicciones del Estado democrático», publicado en 2001 y vertido al español en 2004, con menor repercusión de la que merecía. Lo que puede deducirse de las tesis de Geuss se inspira en lo que cabría entender como sociedad ideal occidental en los tiempos menos agitados, cuando redactaba el texto fruto de las lecciones que dio en la universidad de Cambridge en 1993 y en la de Frankfurt/M en 1999. Anticipaba la raíz de algunos problemas que ya afloran, el aislacionismo estadounidense o el nacionalismo británico, cuya expansión, como la de tantos otros, se antoja el retorno a un calamitoso pasado. Se están, además, manifestando los primeros síntomas de una crisis económica de intensidad desconocida. Pero tal vez aquella frase de Sarkozy planteándose la posibilidad, que causó un inútil desvelo y a nada condujo, acerca de la necesidad de reformar el sistema capitalista coincida con una de las bases de las teorías de Geuss: «Este modelo es el Estado liberal democrático, con una economía capitalista y vinculado a la defensa de un conjunto de derechos humanos para sus ciudadanos. En ese modelo hay cinco elementos diferenciados –el liberalismo, la democracia, el Estado, la economía capitalista y la doctrina de los derechos humanos–, pero en gran parte del debate contemporáneo político se da por supuesto de manera tácita que estos cinco elementos forman un conjunto más o menos natural o, en el peor de los casos, un conjunto con cierta coherencia práctica y una mínima consistencia». Proclama tal vez otra ilusión que tantos seguimos manteniendo.
Sin duda ya entrado el nuevo milenio todo se nos antoja más inseguro. El sistema no ha variado en esencia, pero aquel respeto mutuo –porque se jugaba con la supervivencia de la humanidad– de los años de la guerra fría ha sido sustituido por una nada sutil guerra comercial entre dos potencias, EE.UU. y China, que están alterando el equilibrio. Uno de los intérpretes de este conflicto que se desarrolla con focos y, a la vez, subterráneamente no juega con cartas idénticas. China mantiene todavía un socialismo de estado peculiar, que le ha permitido dar el necesario gran salto que prometieron los fundadores del nuevo imperio. Tampoco observamos ilusiones ni de una parte ni de otra. Vivimos mal los europeos los encontronazos de los gigantes. Nuestro tradicional esquema sobrevive, pero ¿y las ilusiones? Cada uno puede tener las suyas y acariciarlas tras los embates y, en España, una elección tras otra, la distorsionada imagen de las democracias. Pero la vida discurre en este torrente sin freno entre desengaños, antítesis de las ilusiones. Soy partidario de las ilusiones, aunque ni siquiera se mencionen, como hiciera Gil-Albert, aquel atildado y menudo viejecito (o así lo recuerdo) vestido con un traje blanco, pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, que vivió en México años de exilio y desengaños. Tal vez sus ilusiones le llegaran en algunos reconocimientos posteriores. Minúsculas y nostálgicas satisfacciones de poetas de antaño y políticos de escasas ideas hogaño.