Opinión

¿Un aviso inútil?

Parece que, queramos o no, se nos obliga a hacer cuenta de que en el mundo en que vivimos ya no pisamos ningún suelo firme, que algo o mucho que teníamos se nos deshace entre las manos, que el horizonte se nos aparece poco nítido y como oscilante, como cuando se levantan siestas o calinas; y muchos desconciertos.

Cada día nos contamos los diversos síntomas de lo que elegantemente el Doctor Sigmund Freud llamó «el malestar de la cultura» en que vivimos y comprobamos, por ejemplo, que en nuestra vida social se nos escapa el sentido de lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso. Y asistimos al fascinante espectáculo de que los viejos quieren ser jóvenes, pero los jóvenes ser viejos, hombres las mujeres, y mujeres los hombres; y se nos informa incluso acerca de si debemos tener calor o frío, y de que ya no se podrá utilizar nuestro propio lenguaje, mientras se invita a traducir el vivir nietzscheano en barbarie como expresión vital, y también en augurios de quema de la vida, poniéndose el orden moral por montera, aceptando, contentos, la vileza y la muerte.

El 24 de mayo de 1956, Romano Guardini, en la reunión anual de la Unión de Madres de Familia Alemanas de la Cruz Roja, en Munich decía: «Lo que ha ocurrido en Alemania desde 1933 a 1945 revela algo que ha tenido lugar en todo el mundo dominado por Occidente, y que sigue teniendo lugar, y ejerce su influencia. Dejen pasar unas cuantas generaciones …, y ya verán que lo que ha ocurrido en Alemania en estos años puede ocurrir en todas partes de alguna manera. De manera indirecta, no directa; de forma cauta, no brutal; con fundamentación científica y no fantástica, pero con igual sentido, más aún, quizá de modo más destructivo, estando disfrazado de razonabilidad y humanidad».

Porque mientras se está dando la liquidación de la razón, de la lógica aristotélica o cartesiana, el lenguaje no nombra y puede ser inventado, y las palabras que en otro tiempo significaron algo son ya solamente como las palabras de las que nos dice Chateaubriand que seguían repitiendo algunos loros de la selva americana, que las habían aprendido de tribus indias desaparecidas hacía siglos.

Y, así las cosas, «aldea» puede significar campo de concentración; «reordenación urbana» la expulsión de los pobres de los centros de las ciudades, o «reestructuración de la empresa» el despido. No se trata de eufemismos o de hipocresías verbales, se trata de que eso es así en verdad, en la realidad construida: una aldea de sufrimiento y muerte es, al fin y al cabo, una aldea; y cierto es que se «reordena» y se «reestructura»; y, como no hay posibilidad de referencia alguna, a algún tipo de verdad ni en cuanto al lenguaje, ni en cuanto a la realidad, la realidad construida es realidad, y la palabra se sostiene con su propia enunciación y siempre es verdadera.

Cuando Sócrates hace irrupción en la cultura griega trata, antes que de ninguna otra cosa, de poner un orden conceptual en medio de la absoluta perversión que existía en este aspecto después de la sofística. Pero nuestro mundo, a falta de certezas, a las que renuncia de antemano, echa mano de opiniones que no son certeza ni saberes.

Así que la tarea de ser hombres debe ser recomenzada en la convivencia diaria, en la educación, y quizás primordialmente en el plano político en el que la hosquedad y el insulto son la expresión simulada de la «fumigación del otro», que nutre su entorno. Y entonces en un mundo como éste, de ruido y furia tan enormes, resulta la batalla más necesaria, no ya la de la esperanza, sino la del optimismo, porque, como decía Bonhoeffer, «nadie ha de desprestigiar el optimismo en tanto que voluntad de futuro, aunque yerre cien veces. Es la salud de la vida a la que ningún enfermo debe contagiar». Y no podemos renunciar a lo mejor.